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SIMULACIÓN DE LA REPÚBLICA

 

Recensión de: Enrique Krauze, La presidencia imperial; Barcelona: Tusquets, 1997. 550 pp.;

Publicada en: Res Publica, nº 2, (1998), pp. 177-184.


            Una serie de interrogantes apremia al estudioso de la política cuando se interna en esta crónica de la reciente vida pública mexicana: ¿qué ha hecho posible la pervivencia a lo largo de más de medio siglo (exactamente desde el final de la presidencia de Cárdenas, en noviembre de 1940, hasta nuestros días) de un sistema político cerrado, autárquico y antidemocrático, que ni siquiera ha tenido que someterse a variaciones institucionales apreciables? ¿Cómo ha dominado vidas y voluntades sin apenas discusión interna y con cierta admiración externa (para sus vecinos anglosajones e hispánicos no era una dictadura, sino un régimen constitucional con separación de poderes; no se sustentaba en el carisma de un caudillo o en un régimen de excepción, sino en la normalidad de una investidura presidencial)? ¿De qué manera ha logrado perpetuarse sin apoyo militar, rodeado de dictaduras militares, tras una historia gobernada por militares con sólo dos breves excepciones, y una revolución realizada también por militares? ¿Cómo se concibe un sistema civil de control social cuasiorwelliano que, sin embargo, respeta en general las libertades cívicas, preserva el funcionamiento del mercado, no incurre en el terror ideológico ni burocratiza la sociedad (Krauze)? ¿Cómo se explica un régimen indefinible, cuya definición más aproximada (“Monarquía sexenal absoluta hereditaria por vía transversal”: Cosío Villegas) tiene todo el aspecto de una cruel descripción satírica?

            Enrique Krauze nos ha cedido con La presidencia imperial un estilete endoscópico de notable agudeza, pulcramente escrito, con una penetración psicológica que puede ayudarnos a responder algunas de estas preguntas. El libro, cuyo título evoca La República imperial de Raymond Aron, y cuyas descripciones cronológicas se leen con la avidez que merecen Los Doce Césares de Suetonio, puede considerarse ya el principal instrumento de interpretación de, al menos,  la edad de oro del “sistema”, esos 30 años que transcurren entre 1940 y 1970; Krauze, que abarca en su libro el período 1940-1996, mantiene que a partir del sexenio de Luis Echevarría en los primeros 70 el sistema empezó a resquebrajarse debido a la explosión demográfica y a la internacionalización de los medios de comunicación, que hicieron ver al mundo, y de rebote a los propios mexicanos, la inicuidad de la matanza de estudiantes de 1968.

            Para comprender el período de funcionamiento óptimo del sistema, cuyas secuelas todavía tardarán generaciones en desaparecer, conviene a su vez formular dos preguntas:

a)      ¿En qué consistió el “mecanismo genial” (Krauze) del sistema unipartidista del PRI?

b)      ¿Qué causas lo hicieron posible?

           

            Respecto a la primera, las características del régimen priísta que se derivan de la lectura de Krauze serían, a nuestro modo de ver: 1- La infiltración masiva del PRI en el tejido social mexicano.

2- La sacralidad de la figura presidencial. 3- La corrupción generalizada, incluyendo el amaño electoral sistemático. 4-  El nacionalismo a ultranza. 5- El estatalismo.

            Respecto a la infiltración del PRI en los dominios más diversos de la vida cotidiana, la tutela política de toda iniciativa social se asegura a partir de tres dominios diferentes: el control comisarial de los ejidos (propiedad comunal de la tierra), el control político de todos los mecanismos de poder de origen social, y por fin el control económico de toda actividad profesional. Lo cierto es que el clientelismo fue universal en los buenos tiempos del sistema, y todos aquellos que podían atraer votos o voluntades tenían algo que agradecer al partido institucional; los límites del partido, el gobierno y el Estado se hicieron borrosos hasta la confusión; el partido gubernamental se apropió de los colores y símbolos de la iconografía nacional, y sus fondos se diluyeron en los fondos del Estado. Precisamente quien convierte al Estado en un club político-financiero de amigos muy solicitado y quien da al PRM (Partido Revolucionario Mexicano) el nombre definitivo de PRI (Partido Revolucionario Institucional) es Miguel Alemán; fue Alemán quien en su juventud propuso a sus condiscípulos de Derecho un pacto de ayuda mutua para el futuro (sería el grupo H-1920, en referencia al año de su promoción). Pronto harían negocios inmobiliarios desde sus respectivos bufetes con créditos blandos favorecidos por los militares cercanos al poder.  Su gabinete como senador lo formarán miembros del H-1920 y, cuando llegue a la presidencia en 1946, acometerá la modernización capitalista del país bajo la premisa de que México “no había desarrollado un capitalismo pujante, etapa previa al socialismo” (p. 106). Con ese fin, sitúa en altos cargos públicos a once de sus condiscípulos conjurados del H-1920, comienzan las importaciones masivas y la macrocefalia de México, D.F.: el paradigma urbano que subsidiaría las industrias de la capital con la producción agrícola del resto del país; fue Alemán quien convirtió al Estado en “un dinámico mercado de compraventa de obediencia y buena voluntad” (Gabriel Zaid).

            A partir de entonces, el poder central y el dinero estatal comprarán votos y voluntades, para vender a cambio concesiones, contratos, prebendas y plazas públicas; la carrera política se convierte en un asunto interno: no se trata tanto de ganar votaciones o adhesiones fuera del partido, sino de ascender en su interior. En consecuencia, la estrategia central del régimen sería la de “incorporar” o “asimilar” mediante el señuelo del dinero o el poder a cualquier voz externa, disidente (de ahí el lema, pronunciado completamente en serio “Quien no está en el presupuesto, vive en el error”);  su táctica dúplice de aspiradora social mediante la exclusión cívica o la inclusión en el presupuesto sería la del “pan y palo”. El caso del periodista independiente Piñó Sandoval puede servirnos de ejemplo: en primer lugar, se le suprimen las entregas de papel; al no surtir efecto la medida, se pone en la lista negra a los colaboradores; finalmente, la policía del régimen revolucionario-institucional entra en la redacción de Presente y destruye los equipos y materiales de trabajo (palo). Piñó emigra a Argentina; a su vuelta, halagado por el presidente, termina produciendo noticiarios cinematográficos para el gobierno (pan). Otro ejemplo tomado de la política: el Partido Popular es hostigado por el PRI; se presenta de todas maneras a las elecciones de 1949 y el gobierno le escamotea la gubernatura del estado de Sonora (palo); después, se le ofrecen graciosamente tres o cuatro escaños. Se produce una división interna entre quienes quieren aceptar los mendrugos de representatividad y quienes se mantienen firmes; entre los primeros, Lombardo Toledano se convertiría pronto en “leal oposición”, y entre los segundos, Narciso Bassols pasaría al ostracismo político. Los artistas e intelectuales parecieron ser más sensibles al pan que al palo, y los muralistas de la Revolución terminarían creando dentro del orden y el presupuesto: al mismo tiempo que el opositor Álvarez recibía amenazas de muerte, Diego Ribera se especializó en retratos de altas damas del país y Siqueiros en murales de recintos oficiales. Con esta táctica desarmó López Mateos el movimiento sindical de los primeros años 60 y Echevarría “subió al carro de la Revolución” (es decir, incorporó al presupuesto público) a los sectores agraviados del movimiento estudiantil y profesoral del 68 que no habían perecido en la matanza de Tlatelolco. La absorción o supresión de lo otro (“subir” o “sacar” del carro de la Revolución) mediante esta táctica alterna recibirá el pintoresco nombre de “apertura democrática”.

            Sobre la sacralidad laica de la figura presidencial, por su parte, se asentaban los tres pilares del sistema: economía protegida, sociedad tutelada y política cerrada. El régimen político mexicano se librará de los problemas derivados de los regímenes carismáticos gracias precisamente a la no-reelección presidencial; un axioma del relevo gubernamental que impide la perpetuación de un individuo en el poder y asegura la continuidad institucional. No obstante, el culto a la personalidad del presidente mexicano convierte su psicología personal en un importante factor para el  entendimiento de cada sexenio. Así, la paz con la Iglesia del sexenio de Ávila Camacho se vincula al juramento que habría formulado a su madre en el lecho de muerte; la megalomanía egocéntrica de Echevarría le hace destituir de hecho al ministro de Economía y nombrar a su amigo personal López Portillo para a través de él dirigir los planes económicos; su exigencia a Coca-Cola para que le cediera la fórmula de su refresco o el concurso público para que los mexicanos inventaran un coche eléctrico que sustituyera al de gasolina son algunas muestras de sus ideas al respecto; un López Portillo ya presidente, teniendo que administrar el hallazgo de los yacimientos petrolíferos (recordemos que Cárdenas había nacionalizado el negocio del petróleo), tira por la borda el plan de crecimiento moderado y dilapida el oro negro porque él era ante todo un macho y no haber elevado en aquella tesitura la deuda externa de 26.000 millones de dólares a 80.000 hubiera sido un acto de rajón.

            Asimismo la corrupción generalizada, el cohecho y la mordida, también el amaño electoral, se constituirían en hábitos empedernidos de la vida pública mexicana: para manipular la justicia, por ejemplo, “había que comprar al gendarme, luego al ministerio público, luego al juez, luego al alcalde, luego al diputado, luego al gobernador, luego al ministro, luego al secretario de Estado” (Lombardo Toledano)... “luego al Presidente” (Krauze). No es extraño que Miguel Alemán fuera nombrado, no sólo doctor honoris causa de la Universidad, sino también ¡académico de la Lengua! y el Senado de su país lo propusiera, por unanimidad, para el Premio Nobel de la Paz. Claro que la inmoralidad pública no podía dejar de dar algunos hallazgos surrealistas, como la ocurrencia del cacique Gonzalo N. Santos “La moral es un árbol que da moras”, o ese “El orgullo de mi nepotismo” con que López Portillo piropea a su propio hijo, a quien había nombrado subsecretario.

            Capítulo aparte merecen los fraudes electorales. Ya en las elecciones de 1940, ante el triunfo de Juan Andrés Almazán, “el instrumento [revolucionario] cerró filas y se decretó el triunfo del candidato oficial por un margen inverosímil” (p. 38): se decretó ganador a Ávila Camacho, el destapado por Cárdenas. En 1943 El PAN (Partido de Acción Nacional)  argumenta el triunfo de 21 de las 50 candidaturas a un PRM (antecedente del PRI) que no había perdido en toda su historia ni siquiera una presidencia municipal. El Colegio Electoral, tras la visita de unos animosos miembros del PRM, no concede ni una sola candidatura al PAN. En 1944 y 1945 se repiten los amaños y todos los candidatos del PRM resultan clamorosamente elegidos. A una manifestación de protesta por los fraudes se presenta el Ejército, con el resultado de 40 muertos y 300 heridos. A partir de entonces, las elecciones no se resuelven a balazos, sino mediante la colaboración de unos colegios electorales “disciplinados”; el empadronamiento se amañará en favor del PRI: haciendo uso del método del palo y el pan, se amenaza a los electores con la pérdida de puestos, empleos o tierras (palo) y se les promete acrecentar puestos, empleos o tierras (pan);  si  un colegio electoral es adverso, lo asaltan brigadas de choque y roban las urnas. Se paga a los transeúntes para que rellenen papeletas al dictado, y todos los medios de comunicación adelantan el triunfo del candidato oficial. A partir de 1946 se acarrean grupos de campesinos “para formar grupos de choque”; hay quien se registra varias veces, y los que llevan botones amarillos pueden votar varias veces (los más insistentes pueden ser las fuerzas armadas, o hasta los niños de escuelas primarias). En 1958, se desvía una peregrinación de fieles a la Basílica de Guadalupe al colegio electoral más cercano, donde toman un refrigerio; hasta la Virgen simpatizaba con el PRI, bromea Krauze. Como resultado de todo ello, entre 1940 y 1970 ningún partido consiguió sino migajas que concedía el gobierno ex parte post de manera voluntaria (en 1964, p. ej., el conjunto de los partidos de la oposición recibió el 7% de los votos).

            En cuanto al nacionalismo, de 1910 a 1940, México fue una “isla histórica” (p. 33) hasta la Segunda Guerra Mundial. En general, se hizo uso del pasado indígena como factor de legimitación ideológica del presente. Y, por lo que hace al estatalismo, el prestigio del Estado fuerte de los años 40 hizo viable la mística implícita en la expresión del general Maximiliano Ávila Camacho “El Estado es una encarnación de la Revolución”. Tras despedir o arrestar a los médicos que pusieron en jaque su sexenio, Díaz Ordaz argumentará que habían sido “contrarrevolucionarios, cuando no deliberadamente antimexicanos”; también eran vendepatrias y antimexicanos los periodistas que criticaban al gobierno y no aceptaban el “chayote” (cheque de la Oficina de la Presidencia a los periodistas que cubrían la fuente presidencial).

            Si abordamos la segunda cuestión, la que inquiere las causas, del análisis del texto de Krauze se destacan:

-Infiltración masiva del PRI en el tejido social. A este efecto, resultó fundamental el clientelismo derivado de la reforma agraria. La forma en que se repartieron las tierras tuvo la consecuencia de que el ejidatario “no podía vender, hipotecar, rentar o comerciar de ningún modo con su tierra. Si dejaba de trabajar su tierra dos años la perdía. Su suerte quedaba en manos del comisario ejidal, que podía quitarle la parcela en cualquier momento, incluso inventando cualquier cargo” (p. 64). Los campesinos se convirtieron, en consecuencia, en el “ganado político” de la  Revolución.  «Resultaba penoso ver a los hombres y mujeres del campo acarreados desde sus pueblos para desfilar, antes de las elecciones de 1940, en apoyo de Avila Camacho. “Viva el que dijimos endenantes”, gritaban algunos que ni siquiera sabían el nombre del candidato» (p. 70). También los bancos ejidales concedían los préstamos en pago al apoyo político al partido.

            La de los intelectuales resultó otra forma característica de clientelismo: éstos fueron ya desde los años 20 los “tinterillos” (periodistas, escritores) y los “jilgueros” (oradores, ideólogos) del poder, de gentes como el general Maximiliano Avila Camacho, que amedrentaban con sus pistolas de cachas recamadas en piedras preciosas a los maridos que no consentían en prestar a su esposa, o a los rancheros que no querían vender sus haciendas. La connivencia posterior de los altos intelectuales con el PRI ha sido una constante, y una de las pocas debilidades del libro de Enrique Krauze, ese brillante discípulo de  Octavio Paz, es el papel que éste jugó dentro del presupuesto durante tantos años; algunas líneas merecía su justificación del “limpio triunfo” de Echevarría (“O Echevarría o el fascismo”), y hasta de Salinas de Gortari (1988) en una fase ya putrefacta del sistema, por no hablar de su abominación sin matices del fenómeno zapatista; en el libro de Krauze sólo viene el Paz que denuncia los totalitarismos o renuncia a su embajada en la India tras la matanza de 1968, pero no el Paz de los 25 años anteriores, en que ejerce esa clamorosa forma de legitimación que es trabajar a cuenta del Estado priísta en su edad de oro, o el Paz posterior, que olvida a cambio de ser mimado por las instituciones culturales del régimen; Carlos Fuentes, el adversario de Paz, saldrá peor parado que éste, con menos motivos (principalmente, haber defendido durante cuatro años la legislatura de Echevarría).

            Otro factor explicativo del éxito del sistema revolucionario-institucional reside en la sacralidad presidencial, que desde el punto de vista histórico tiene todo el aspecto de la weberiana “rutinización del carisma”  de los generales revolucionarios sobre el fermento de la etapa virreinal española; pervive en ella, no obstante, un complejo de tradiciones pre-modernas bajo una superficie aparentemente moderna: para Krauze, siguiendo las tesis del historiador Richard B. Morse y del propio Paz, las fuentes de legitimidad del Estado mexicano no se basaban en los votos, sino en antiguas tradiciones. Así, la Revolución hereda el diseño estático de los Habsburgo españoles del XVII: no plaza pública, sino jerarquía hecha para durar; pero, sobre todo, la continuidad con el porfiriato se explica gracias a una continuidad muy anterior: “La sacralidad casi prehispánica de la institución presidencial, que tan bien encarnó Porfirio Díaz y que pasó intacta a los jerarcas de la revolución” (p. 31); el presidente sería una reencarnación del tlatoani azteca, una figura “impersonal, sacerdotal e institucional” (Octavio Paz).

            Acaso el mecanismo más genuino del monoarquismo priísta fuera el “tapadismo”. En realidad, la figura del “tapado” (la persona designada por el presidente de la república para sustituirle en el ejercicio del poder) se encontraba ya entre los aztecas, quienes desarrollaron un sistema de sucesión que alcanzaría, por debajo de todas las falsas impresiones, al México contemporáneo: según la descripción de Paz en Posdata, un cónclave de notables y jefes militares aztecas deliberaba en secreto sobre el nombre del elegido al trono, que permanecía oculto hasta el acto público del “destape”, a partir del cual el elegido podía exhibirse al fin “delante de la gente... todos lo miraban” (Paz). Pues bien, esta institución jugará un papel protagonista en el sistema revolucionario: Carranza muere por destapar erróneamente a Bonilla (1920) y Obregón por querer imitar a Porfirio Díaz (1928); Cárdenas casi provoca una revuelta al destapar a Ávila Camacho (1940); en nuestros días, el recién destapado Colosio recibe una bala en la cabeza en 1994. Pero en 1958 el mecanismo ya había alcanzado un “refinamiento azteca” (Krauze). Una vez destapado el candidato, se produce la llamada “cargada de los búfalos”, es decir, la avalancha de políticos que desfilan por su domicilio en busca de futuros puestos y prebendas. El elegido recorre después todo el país en campaña presidencial; se supone que va en busca de votos, pero en realidad todo el mundo sabe que será presidente y que sólo busca la legitimidad simbólica del destape; su campaña es una peregrinación cívica para que el pueblo vea y reconozca al tapado: la esencia del sistema político mexicano, pues, parece residir en la cultura política premoderna de la población, según la cual los gobernantes no tienen que dar cuenta de sus acciones a los gobernados. El presidente ejerce un poder absoluto que refuerza el mecanismo de sucesión; puesto que el presidente entrante le debe al saliente el puesto, no debe extrañar que aquél cubra hasta las últimas consecuencias  las espaldas de éste.

            En suma, el conjunto de la vida política podría describirse como una gran mentira: los diputados y senadores no representan a nadie; la “campaña electoral” del candidato oficial es en realidad una exhibición trashumante del vencedor destapado; los discursos y promesas de campaña son parte de un ritual y nunca se vuelve a esos lugares una vez investido; en el Parlamento, la pauta es abstenerse de proponer iniciativas de ley y votar en bloque (“al vapor”) las presentadas por el Ejecutivo; tampoco el poder judicial fue sino una cáscara vacía que nunca intentó desligarse de su servidumbre al Ejecutivo ni participó en ningún juicio de interés nacional, ni se dio por enterado de los atropellos electorales denunciados; los periodistas representaban “una prensa libre que no usa su libertad” (Cosío Villegas), porque también formaban parte del sistema gubernamental: todos los periódicos se nutren del papel dispensado por el Estado, todos tienen deudas con la Nacional Financiera y desean en sus páginas un “Feliz cumpleaños” al presidente, si bien es cierto que sólo una vez al año.

            Se impone tras la lectura de Krauze la impresión de que la Presidencia Imperial  hubiera sido inviable sin una gran debilidad pública de la sociedad civil, compendiada en una pasividad políticamente suicida. En 1940 se cuenta el 52% de analfabetos (si bien es verdad que en 1910 sumaban el 84%) y en los años 90 la miseria de Chiapas ha conmovido al mundo como unas Hurdes setenta años después; en ese contexto se explica mejor la tradicional connivencia de la prensa con el régimen, debida en buena parte a que la población, hasta fechas muy recientes, leía poco; como cuenta el mismo Krauze, la venta de periódicos no bastaba para subsistir, y lo que daba en realidad dinero era el anunciante público –el Estado- con inserciones o noticias pagadas “por debajo de la mesa”.  Es posible que fuera el movimiento estudiantil del 68, de aquellos sus líderes que ya no “estudiaban para presidentes”, como en la época de Alemán, el que abrió la espita del aire puro, cuando pidieron entablar un diálogo público con el régimen y se negaron a aceptar el pan de la componenda privada. También ellos fueron acusados de responder a una conjura internacional (esta vez, comunista) antes de que la táctica del palo llevara demasiado lejos: la masacre de Tlatelolco hizo comprender que algo había fallado en un sistema de integración hasta el momento tan refinado. No bastaron las consabidas acusaciones de Díaz Ordaz al movimiento estudiantil: “anarquía”, “terrorismo”, “subversión”, “rencor”, “violencia”, y las autoalusiones: “instituciones”, “responsabilidad”, “paz”, “progreso”, “soberanía”.  Es cierto que entonces el poder judicial volvió a alinearse con el Estado, y se encarceló a los líderes que no habían muerto a manos de los provocadores y sicarios del Batallón Olimpia; es cierto que los medios de comunicación mexicanos silenciaron o cambiaron los hechos, y que se ofreció mucho pan a los intelectuales (el presupuesto de la UNAM creció exponencialmente entre 1968 y 1978); pero desde entonces hacia acá el sistema presidencialista no ha hecho más que descomponerse, y la principal oferta del destapado Miguel de la Madrid será, por primera vez, la de la “democracia”.  Asunto diferente es que la incumpliera, y que volviera a funcionar la “alquimia electoral” en 1986: prohibición de manifestaciones, presión a los medios de comunicación y manipulación del padrón electoral. La de Cuauhtémoc Cárdenas, el hijo de Lázaro Cárdenas, será la nueva figura de la redención democrática de México; cuando el 6 de julio de 1988 los primeros resultados apabullantes a favor de Cárdenas y en contra del priísta Carlos Salinas de Gortari se empiezan a conocer, el sistema decide inventar un desperfecto técnico para ganar tiempo (se lo denominó  “caída del sistema”, refiriéndose al sistema de recuento, pero muchos lo interpretaron como una metáfora)  y poder así manipular electrónicamente la elección, todo el mundo ya intuía que el perfecto sistema azteca-habsburgo-borbón-revolucionario-institucional estaba tocando a su fin.  La internacionalización (la firma del Tratado de Libre Comercio con EE.UU. y Canadá por Salinas de Gortari, la renuncia del candidato del PRI a una gubernatura fraudulenta denunciada por el Wall Street Journal); la rebelión ciudadana contra el sistema (el discurso de Colosio distanciándose de Salinas que le costó la vida dos semanas después) y el conocimiento público de la suciedad bajo la alfombra (la connivencia con el narcotráfico de Salinas y la vergüenza de la pobreza chiapateca) dan idea de un final acelerado en sucesivas espirales, entre Shakespeare y Coppola, de todo un modo de entender la relación entre gobernantes y gobernados.  El Acuerdo Nacional para la Democracia emprendido por Zedillo a principios del 95, los reveses sucesivos del PRI en elecciones incontestadas, la elección de Cárdenas el pasado año como regente de México, D. F., parecen confirmar las esperanzas de que nos hallamos ante las primicias de la alternancia genuina. Hacemos votos por ello desde aquí, y recomendamos sin reservas la lectura de este iluminador fragmento de historia reciente que es La presidencia imperial.