Arriba

LA SANGRE

 

             El sábado ha terminado por imponerse sobre los fríos de la madrugada. Las espigas de luz que habían ido madurando desde la salida del sol se congregan en la gloria de la mañana. Se diría un coro de luz.

         Un coche que acaba de abandonar la carretera avanza con lentitud a lo largo de una senda pedregosa. A la izquierda hay un campo de olivos; a la derecha, otro de naranjos. El sol acaba de abandonar el último punto de contacto con las montañas azules recortadas al fondo.

         De repente, algo cae ahí delante, a unos 30 metros, un pequeño fardo desplomándose en absoluto silencio desde el cielo. Algo anormal ha sucedido en esta mañana de dicha cotidiana donde nada debiera ocurrir.

         El conductor del automóvil distingue al acercarse cómo se agitan en convulsión las patas del pájaro abatido. Su plumaje se ha contraído alrededor del tórax en un reflejo ya inútil de defensa. De repente, cruza por delante del coche parado un perdiguero de orejas gachas. El conductor levanta la vista. Ve sobre un bancal un hombre con la escopeta cruzada que le hace un gesto terminante y repetido con la mano: que siga su camino. Obedece mecánicamente. Sin saber qué, algo le empuja a desaparecer cuanto antes del lugar.

         Cambia el paisaje. Chalets diseminados aquí y allá interrumpen campos que se suceden bajo el cielo iluminado. El conductor experimenta la sensación de haberse entrometido en una relación obscena, como si nunca debiera haber visto los ojos de codicia del cazador sobre su minúscula presa. Ahora comprende qué ha motivado el gesto hostil tras la escopeta; al verle allí parado, absorto ante el animal, ha pensado que quería arrebatarle un ser (muerto) que le pertenecía por el hecho de haberlo matado. Pero para eso el conductor tendría que haberlo tocado —dónde se habría librado del frío aquella noche, en qué nube o nido estaba soñando mientras volaba—; hubiera tenido que acallar con los dedos el temblor de un corazón diminuto; comprimir la suavidad de las plumas pegada a la herida, ese certero círculo negro; sentir sin dolor la tibieza de tanta sangre saliendo de entre las rémiges de sus alas. Pero cómo, se dice, puede salir tanta sangre de un cuerpo tan pequeño: no de dentro, es imposible, sino de fuera. Es la sangre que acompaña al hombre desde sus orígenes africanos (en los ojos del cazador brillaba el derecho más antiguo de los animales carniceros); la sangre junto al ruido seco que hoy permanece en el placer gratuito de matar; de acallar un canto, de interrumpir una historia, de abatir un vuelo, de afear la belleza, de ahogar el talento, de cegar las salidas.

         El conductor, primero con la vista, después con el corazón, como si le fuera la vida en ello, busca una senda que le devuelva a la carretera general.