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EL RELATO POLICIAL

COMO LITERATURA CERRADA

 

0 – INTRODUCCIÓN

 

            Me agradaría que recibieran esta conferencia de hoy como la mera expresión en voz alta de una inquietud personal. Como lector y escritor, es decir, como alguien que se encuentra a los dos lados del papel, siempre me he preguntado por la causa profunda del éxito intemporal de ciertos argumentos literarios. Porque todos somos capaces de evocar algunas tramas argumentales que se han ido reiterando en obras diferentes a lo largo de los siglos sin que un público siempre entregado haya dado la menor muestra de cansancio ni, por cierto, de retentiva.

            Podemos ofrecer un ejemplo de esta feliz persistencia en lo que he llamado en otro lugar las “fantasías de venganza”. Las obras literarias que escenifican fantasías de venganza han gozado del favor del público desde los orígenes orales de la escritura hasta la más literal actualidad: reducidas a su esencia, las tramas de la Odisea y de la Iliada ya conducen a dos atroces venganzas: la de Ulises frente a los pretendientes de Penélope y la dúplice de Aquiles frente al despreciador Agamenón y a Héctor, el asesino de su amigo Patroclo. El género de aventuras aprovechará más adelante el placer que provoca la venganza en el ánimo del lector mediante esquemas argumentales donde un niño contempla el asesinato de sus padres al comienzo de la obra y luego dedica su vida de adulto a encontrar a los culpables (bien los autores materiales, bien sus asimilados: los “criminales” en general) con el fin de hacerles pagar su fechoría bajo la más rigurosa ley del Talión. La identificación del lector con un héroe vengativo que suele venir adornado con las mejores prendas físicas y morales es, por otra parte, evidente. Robin Hood vengará con cada hazaña de su arco la muerte de su padre, en tanto Sandokán conquistará Borneo para desquitarse del asesinato de sus mayores a manos de un aventurero. También es el intenso placer liberado en el espectador por la violencia justificada de la venganza lo que ha hecho tan populares a los héroes de comic Batman, Conan y Spiderman. Pues al exterminar “criminales” ninguno de ellos comete asesinato alguno; los dos primeros están más bien ajusticiando en efigie a los asesinos de sus padres respectivos, en tanto el tercero hace lo propio con los asesinos de su tío. En los dominios del cine, el espectador se pone en lugar de Charles Bronson en Chatto, el apache al eliminar uno por uno a los asesino de su mujer e hijo, o en El justiciero de la noche, donde se desquita por la violación y asesinato de su hija; lo mismo hace Jeanne Moreau en La mujer vestida de negro al dar su merecido al violador. Otros filmes de gran taquillaje como Impacto súbito, Kickboxer, The Punisher, La mujer pantera, La princesa prometida, El jinete pálido, El día de la ira, Cometieron dos errores o L. A. Confidential[1] han sacado partido del goce que experimenta el espectador al vengarse en la pantalla por el atropello que él mismo ha sufrido (que todo hombre ha sufrido) alguna vez. Esa sensación de triunfo vicario que obtiene el espectador al identificarse con el héroe de ficción nos da la clave que buscábamos; pues no es otro sino el lector y espectador quien ha creado, a través de la demanda inconsciente de una venganza imaginaria, toda una tradición argumental.

            He creído oportuno introducir, a partir de esta idea inicial, un término que pudiera dar cuenta de algunos argumentos prototípicos que, debido a la evolución de la literatura popular, por una parte se han asimilado a géneros y subgéneros literarios o cinematográficos, y por otra han sido serializados en una u otra forma a lo largo del siglo XX. Y me ha parecido que podría servir el rótulo de “ficciones cerradas”, siempre que admitiéramos en su seno la dimensión visual y sonora: pensemos en los westerns cinematográficos, que dan imagen a los relatos de frontera; en las fotonovelas, telenovelas y radionovelas, que añaden el soporte gráfico a la novela rosa, o en las revistas y películas pornográficas, que lo añaden al relato obsceno.

            La literatura cerrada se distingue de la que pudiéramos llamar abierta en que en esta última predomina el poder y la libertad de acción del artista, quien moldea la historia a voluntad y juega en cada obra a inventar un nuevo mundo, en tanto que en aquélla la voluntad que orienta y dirige es en realidad la del lector; pues no es otro sino el lector quien exige, como en la fantasía de venganza, la satisfacción de profundas pulsiones psicológicas o biológicas a través de una estructura típica; él es quien dicta el resultado, siempre idéntico, mediante su fundada expectativa.

            En la literatura cerrada, el lector no se “abre” a la lectura ni “anda a tientas” ni se “entrega” al arbitrio del autor, como recomienda Virginia Woolf[2], sino que, muy al contrario, ya sabe qué va a encontrar en el volumen cuando lo abra. Su predisposición es tan determinante que, por ejemplo, no tolerará la traición del autor al personaje con que se identifica o al desenlace que ha previsto. Quisiera dar un par de ejemplos tomados de una literatura policíaca que —ustedes ya lo habrán adivinado— también forma parte de este grupo de ficciones cerradas. Arthur Conan Doyle, harto de la exigencia por parte del público de nuevas historias de su célebre personaje Sherlock Holmes (llegó a decir que sólo oir su nombre le daba náuseas, como cierto pâté de foie gras del que se había empachado en cierta ocasión), decide un buen día acabar con él. Y, manos a la obra, lo empuja al precipicio en Las memorias de Sherlock Holmes (1894). Ahora bien, aquel trágico exitus del caballero de la cachimba provoca una inesperada reacción del público, que percibe la muerte de Holmes como un asesinato pasional de Conan Doyle al que éste, además, no tenía derecho alguno. Es cierto que la muerte del detective, ahogado bajo las cascadas del Reichenbach suizo junto a su enemigo de toda la vida, el archimalvado profesor Moriarty, tenía ciertos visos de venganza personal, pero en la reacción del público intuimos que Sherlock Holmes, aquel hombre «fuerte y atlético, estupendo boxeador y estupendo tirador de revólver, que conoce los secretos de la lucha japonesa, que es altivo con los poderosos y se muestra lleno de bondad con los humildes», como lo define Lázaro Ros, es en realidad la proyección ensalzada del yo del lector; y no se puede matar la autoimagen del lector sin que éste se sienta al menos profundamente herido. En consecuencia, Conan Doyle se ve injuriado por sus convecinos londinenses cuando sale a pasear, y los lectores antes fieles inundan su escritorio de cartas suplicantes, pero también insultantes, que hablan de traición y cobardía, o le recuerdan que aún está a tiempo de rectificar. Al no poder intimidar en persona al vil asesino por culpa de ese Océano que los separa de Baker Street, los admiradores estadounidenses del detective se conforman con fundar asociaciones bajo el lema “¡Que viva Holmes!”[3]. Conan Doyle sólo pudo aguantar la presión de lectores y editores hasta 1902, y se vio obligado a resucitar al flemático investigador en la aventura El perro de los Baskerville.

            Parecida tiranía del lector sufrió Agatha Christie a cuenta de su detective Hércules Poirot, aquel hombrecillo belga con la cabeza en forma de huevo que ponía a funcionar sus “pequeñas células grises” cuando sonaba la hora de la detección criminal. Lo cierto es que Christie se cansó bien pronto de  las ocurrencias de un Poirot que se iba haciendo más popular que ella misma, y en sus círculos íntimos solía referirse a él con el concluyente epíteto de “insoportable”[4]. Por ejemplo, cuando proponen a Christie adaptar una de sus novelas de Poirot al teatro, ella se resiste. ¿Por qué razón? Una de sus biógrafas nos la revela: «la principal dificultad la constituía Poirot, hacia el que Agatha había empezado a experimentar un intenso desagrado»[5]. No es extraño que con tales antecedentes Agatha Christie se decidiera a eliminar a Poirot en Curtain (Telón), una aventura escrita a principios de los años 40. El título indicaría, a juicio del especialista Salvador Jiménez de Parga, “la gran falsedad de toda su vida detectivesca”[6]. Ahora bien, Christie, previendo la reacción hostil de sus lectores, no la publicó, sino que optó por guardarla en su escritorio durante el nada despreciable lapso de 35 años[7]; de hecho, sólo la publicaría en 1975, un año antes de su propia muerte. Al culminar en público su larga y privada venganza, Christie logró sobrevivir unos meses al simpático Poirot, quien entretanto había seguido cosechando laureles en el mundo sin sospechar que tenía firmada su sentencia de muerte en un cajón bajo llave.

            Un conocido creador de best-sellers, Stephen King, ha dramatizado en su novela Misery esta agresividad indignada y esta usurpación de funciones autoriales del público de género cuando ve frustradas sus expectativas. Paul Sheldon, el protagonista, es un escritor de novelones melodramáticos de gran éxito. Pero son sólo el tipo de libros alimenticios que se ve forzado a escribir, pues él es «autor de novelas de dos tipos: buenas, y best sellers»[8]. Este transparente alter ego del propio Stephen King sufre un grave accidente de coche en una zona deshabitada. Lo rescata una antigua enfermera, Annie Wilkes, que lo lleva a su casa, lo deposita en el lecho, le practica las primeras curas y lo alimenta por vía intravenosa. Rebuscando entre los documentos de su huésped, Wilkes descubre que acaba de salvar la vida de su escritor preferido, el autor de una serie de novelas sentimentales protagonizadas por una huerfanita llamada Misery. Annie está maravillada por las casualidades de la vida; ha leído varias veces la serie entera de Misery en edición de bolsillo, y espera con ansia el próximo libro. Annie ignora que en el fondo del equipaje de Sheldon se aloja apaciblemente el objeto de su avidez, un manuscrito aún inédito titulado El hijo de Misery que concluye con la muerte por parto de la mismísima heroína. Todas las lectoras iban a llorar este final de la serie tanto como lo hizo el autor, con la reserva de que las lágrimas de éste habían sido de alegría: «Al escribir la palabra FIN, empezó a dar saltos por la habitación del Hotel Boulderado gritando: “¡Libre!  ¡Por fin libre! ¡Dios todopoderoso, ya soy libre ¡Esa perra estúpida está en la tumba!”[9]. Junto a El hijo de Misery se encuentra el manuscrito de Automóviles veloces, una novela seria en la que Sheldon está verdaderamente implicado. Annie hojea sin permiso Automóviles veloces y pronto hace ver a su paciente que no le ha gustado. No es como los libros de Misery, y además tiene un lenguaje obsceno que nadie utiliza en la vida real. Cuando un inmovilizado Sheldon se atreve a disentir, la enfermera se pone tan frenética que derrama la sopa sobre el lecho. Y concluye antes de irse: “Usted debe seguir con sus historias de Misery, Paul”. Pronto sabrá Sheldon que no estaba oyendo un consejo, sino más bien recibiendo una orden. Annie abre la etapa de la extorsión retirándole los comprimidos de Novril que calman su terrible dolor en las piernas. Ahora bien, él necesita esos comprimidos. Primero pide, luego ruega, finalmente implora. En una metáfora del alimento financiero del público fiel de best-sellers, a la vez necesidad y usurpación, Sheldon “se encontró de repente con sus dedos en la boca, horriblemente íntimos, asquerosamente bienvenidos”[10]. Pronto sabe que está secuestrado, pero lo peor está aún por llegar. Una mañana, ella se arrastra hasta el lecho de Sheldon, presa de un infarto: ha leído el final de El hijo de Misery, donde la dulce hospiciana expira al dar a luz a su bebé. Annie sólo puede pronunciar a los oídos del convaleciente: «Usted... usted... usted... ¡hijo de puta!”. Cuando la admiradora de Sheldon por fin se repone, arroja un jarro de agua fría en su cara y le hace saber que los escritores se creen Dios, pero «da la casualidad de que Dios tiene las piernas rotas y está en mi casa comiéndose mi comida...»[11]. La antigua enfermera, en realidad una psicótica que fue expulsada del hospital donde trabajaba, llega a la conclusión de que Dios la ha elegido para mostrar a Sheldon el camino correcto. Primero le obliga a quemar en una barbacoa Automóviles veloces. Después le compra una vieja máquina de escribir de oficina y lo fuerza, mediante el chantaje de los calmantes, a resucitar a Misery. El título que restaure la serie será El retorno de Misery, y Annie en persona se ocupará de encuadernarlo. Sheldon ve en Annie un Lector Constante más, quizás un poco loca, pero sólo alguien que «cada vez que [él] se había concedido un par de años para escribir otras novelas (lo que el consideraba su obra seria)  [...] sólo quería Misery, Misery y más Misery»[12]. Cuando Annie ya le dicta qué debe escribir en cada momento y él se ha convertido en un galeote de la pluma, la historia se complica: Sheldon intenta huir a rastras de la casa, Annie lo descubre y, para que no vuelva a albergar ideas de fuga, le corta el pie izquierdo con un hacha y luego le cauteriza la herida con un soplete. Pero la fantasía de venganza de Stephen King hace que todo termine felizmente... para él: ante los ojos horrizados de Annie, Sheldon quema El retorno de Misery; luego coge la máquina Royal que ella le ha regalado y la aplasta contra su espalda. Annie cae sobre la pila de papel ardiendo. Después el escritor expoliado se abalanza sobre ella y le va metiendo los folios en llamas por la boca mientras le grita: «Aquí tiene su libro, Annie»[13]. El ingrediente sádico de la venganza literaria entra en juego cuando King/Sheldon introduce el cuarto y el quinto folio ardiendo en la negra boca hinchada de Annie/Lector Constante hasta convertirla a toda ella en “un montículo negro y humeante en medio del pavimento”[14].

            No podremos entender la causa de esta extraña suspicacia del lector, de este misterioso darse por aludido que Stephen King lleva hasta el extremo de una gozosa tragedia de venganza, si antes no nos ponemos en disposición de comprender que la satisfacción simbólica de los deseos más ocultos es la principal función de ciertas ficciones. En El poeta y el fantaseo, Sigmund Freud ya advirtió que en las fantasías del adulto —y se refería sobre todo a las fantasías de grandeza— se concitan tres aspectos que luego pasarán a la literatura: en primer lugar, la invulnerabilidad del protagonista, capaz de salir de grandes peligros de forma inverosímil y sin apenas un rasguño (pensemos en las aventuras de James Bond o Sandokán), y tras el cual se agazapa la imagen ensalzada del lector o espectador. En palabras de Freud, quien está detrás del héroe es «Su Majestad el yo, el héroe de todos los ensueños y todas las novelas[X1] »[15]. En segundo lugar, un encanto personal que puede dejar hechizado a todo individuo del sexo contrario que se le acerca; se trata de un atractivo que «no puede interpretarse como una posible realidad, pero sí desde luego comprenderse como elemento necesario del ensueño». Y en tercer lugar, la división de los personajes en sólo dos bloques: el de los buenos y el de los malos. La íntima sujeción de esta dicotomía al egocentrismo del autor y del lector es palmaria: «los “buenos” son siempre los amigos, y los “malos”, los enemigos y competidores del yo, convertido en protagonista»[16]. Que el yo sea siempre el protagonista es el motivo por el que Freud denomina a este tipo de fantasías literaturizadas “narraciones egocéntricas” (egozentrische Erzählungen), y a la vez el motivo que convierte en inadmisibles las muertes de Holmes, Poirot o Misery. 

            Analizaré a continuación un relato policial de Ellery Queen titulado “Aventura en la Mansión de las Tinieblas” y, tras llamar la atención sobre algunos de sus aspectos más llamativos, terminaré esbozando lo que en el futuro podría desembocar en una morfología general de la ficción cerrada.

 

 


I

UN RELATO:

"LA MANSION DE LAS TINIEBLAS"

                              

 

         En este relato de Ellery Queen[17] un médico oculista aparece asesinado en "la mansión de las tinieblas", nombre por el que se conoce la cámara de los horrores de cierto parque de atracciones.

            El cuarto donde ocurrió la tragedia estaba a oscuras, como es propio en un lugar de esta naturaleza, con la tenue excepción de unas flechas indicadoras adosadas a la pared: flechas verdes para los intrépidos que quisieran internarse aún más en el laberinto, flechas rojas para los atemorizados que ya prefirieran abandonarlo.

            Cuatro impactos de bala en la espalda del doctor Hardy causaron su fallecimiento. Lo intrigante del asunto es que, según el informe balístico, los disparos, realizados en medio de la oscuridad del laberinto y a una cierta distancia de la víctima, iban perfectamente dirigidos.

            Los habituales efectos sonoros de "la Mansión" ‑chirridos, aullidos y golpes‑ impidieron que los disparos pudieran oirse desde fuera. El asesino pudo escapar del cuarto, pero no de "la Mansión", pues, según declaraciones de los testigos, nadie salió de allí tras ingresar el desdichado doctor.

            Tenemos aquí dibujada una de las clásicas tramas de cuarto sellado propias de la novela detectivesca o policíaca; como en todas ellas, el asesino de esta historia tiene que encontrarse forzosamente entre las personas que en el momento del crimen ocupaban el interior de “la Mansión”.             Conozcámoslas.

            En primer lugar tenemos a Magda Clark, una mujer casada que era amante del doctor Hardy. Magda y el doctor asesinado solían citarse en el interior de "la Mansión” con el fin de alimentar en secreto su aventura. Según declaró Magda, cuando su marido descubrió que lo engañaba con el doctor, la obligó a escribirle una nota citándolo una vez más en el escenario de sus encuentros habituales, como si nada anormal ocurriera. Magda asegura que no pudo encontrar a su amante sino después de muerto y que tras el revólver homicida hay que buscar la mano oculta de su marido, Thomas Clarke, si bien admite no haberlo visto en el lugar de los hechos.

            En segundo lugar están el señor Reis —un hombre ciego— y su hija. De ambos se nos cuenta que el único motivo para odiar al oculista asesinado es que el señor Reis perdió la vista tras una rutinaria operación de cataratas realizada por el doctor Hardy. Reis e hija afirman que fueron al parque a pasar un rato, y que coincidieron por casualidad con el doctor.

            En tercer lugar tenemos al boxeador negro Juju Jones y su novia. Mientras un hombre expiraba a unos cuantos metros, la pareja estaba dando saltos en un cuarto vecino. Ambos aseguran desconocer la identidad del muerto.

            Y en último lugar aparece el pintor artístico Adams, que llevaba un buen rato intentando salir de "la Mansión" sin conseguirlo. A juicio del detective, que también se llama Ellery Queen, como el seudónimo de sus creadores, Adams es un artista mediocre y altanero. Tampoco este  sospechoso tiene motivos para acabar con la vida del doctor. Quien sí tiene buenos motivos para hacerlo es, ya lo sabemos, el señor Clark. Pero como no se encontraba en “la Mansión”, queda descartado de la ejecución material del delito.

 

            Tras considerar objetos, hechos, sospechosos y declaraciones, el detective Ellery Queen anuncia el nombre del homicida. Cuando declara que se trata de Adams, el pintor, provoca un estupor general: ¿acaso no era el pintor el único sospechoso que, aparte Jones, carecía de motivos para matar al doctor? Respuesta: Adams el pintor carece de motivos, pero no el señor Clark. Y Adams es justamente Clark detrás de unas barbas postizas.

            Nos preguntamos cómo en el seno de un género que blasona de verosimilitud y racionalidad el autor ha elegido como criminal la figura de Adams, que carecía de la menor relación con el asesinado. La respuesta es sencilla: el autor elige al pintor porque ostentaba el valor de la inocencia. Entre los huecos de inocencia del cuarto sellado se encuentra el de Adams. Se trata, es claro, de una inocencia aparente y luego impugnada; se trata de la presunta inocencia.

            Como en el relato detectivesco siempre se juega al despiste, y las pruebas aparentemente convincentes terminan siendo falsas sin excepción, mucho más que la del presunto culpable nos interesa la identidad del presunto inocente. Esa figura evitará las sospechas del lector hasta que, en un momento dado de la investigación, cometa un error que lo traicione. Tal error único, semejante a una nota fallida en el seno de una melodía musical interpretada por lo demás a la perfección, debe ser tan sutil que pase desapercibido a la lectura de los aficionados al género, y al mismo tiempo tan importante que provoque el derrumbamiento súbito de toda la inocencia acumulada por el presunto inocente a lo largo del relato.

            En nuestro caso, la clave del error la proporciona el conjunto de flechas fosforescentes indicativas que jalonaban los pasadizos de "la Mansión". Esas flechas señalan también la culpabilidad de Adams, pues la afirmación del pintor: "quise salir y no hice más que internarme en el laberinto" denota una enfermedad visual bien conocida: el daltonismo. Pretendiendo seguir la dirección de las flechas rojas de salida, lo que en realidad consiguió Adams fue seguir las verdes y quedar atrapado. 

            Sigamos ahora la siguiente inferencia deductiva: si Adams es daltónico, entonces no es pintor. Y dado que Adams no es pintor, ha mentido al declararse como tal. Sólo miente quien oculta, y sólo oculta quien pretende esconder una falta; por ejemplo, un crimen. Ergo, el pintor es el criminal. Quod erat demonstrandum.

            Pasemos por alto el supuesto de que un daltónico no puede ser a la vez pintor (tal como están las cosas, negar la existencia de pintores daltónicos puede resultar algo aventurado) y concedamos por tanto que el detective ha descifrado el enigma básico de la novela policíaca, a saber: qué acción fallida o defecto personal del asesino —en este caso, el daltonismo— lo ha delatado. 

            Según el proceso de creación de la novela detectivesca, primero suele venir el cómo del crimen y sólo después el quién. Según el proceso de exposición, sucede a la inversa. Por esa razón, el detective nos ha mostrado primero el quién: Adams, y ahora estamos re-descubriendo el cómo: cómo mató a distancia en plena oscuridad. Cuando se examina el maletín de pintor de Adams, Queen encuentra nada menos que ¡pintura fosforescente! De manera que Adams embadurnó con esa pintura la parte trasera de la chaqueta del doctor, quizá en la cola de la taquilla o entre el tumulto del parque. Con la marca fosforescente señalando el blanco del cuerpo, acertar entre tinieblas ya no resulta tan inexplicable.

            Añadamos otras piezas del puzzle: un escenario oscuro permite introducir pistas falsas como la piel oscura de Juju Jones, menos visible en ese medio que una piel blanca, o como la del ciego Reis, capaz de moverse con relativa soltura en esa ceguera general que son las tinieblas.

            Vayamos ahora con los motivos del crimen o, como prefiere la jerga jurídica, los móviles. Frente al asesinato caliente y detallado de los filmes terroríficos, el asesinato dramático y psicológico de la literatura abierta (un Raskolnikov en Crimen y Castigo) o el asesinato múltiple y ruidoso de la novela negra, en la novela detectivesca se practica lo que podríamos llamar el asesinato externo. El asesinato externo se produce de manera técnica, limpia y con frecuencia veloz; tampoco es raro que ya se haya producido cuando comienza el relato. El verdugo contempla con indiferencia el final de su víctima. Entre el diseño y la ejecución del crimen no suele deslizarse la menor distorsión. Y por fin, cuando el criminal sea detenido no sufrirá derrumbamiento emocional alguno. Como mucho, admitirá "haberse equivocado" en una escéptica valoración de errores materiales, en abierto contraste con un Raskolnikov sojuzgado por su propia conciencia.

            También los motivos para acabar con la vida del doctor son externos, y también aquí podría el lego echar en falta la vida en su profunda realidad. Ante su mujer languideciendo en brazos del doctor, el señor Clark decide matarlo porque su condición de esposo así lo exige. Más adelante lo veremos disfrazándose inverosímilmente de pintor, reunir pinturas, pinceles y lienzos, y hasta comprar un cuadro que acredite su autenticidad como artista. Pero nada sabremos del tartamudeo de la incredulidad, de los feroces celos confirmados, del relampagueo de la ira, de las noches de insomnio, de la duda ante el delito, del remordimiento. Ni tampoco del sentimiento de humillación.

            El autor omite estas afecciones del ser humano arrojado a una situación como la descrita porque en la novela de crímenes la presencia emocional del homicida perturbaría su función en la estructura del relato. Si el novelista destapara el tarro cuya etiqueta reza: CRIMEN, y, además de dárnosla a leer, nos ofreciera el sabor de los estados anímicos del criminal, correría el riesgo de que nos identificáramos con él. El lector podría leerse entonces a sí mismo en el asesino. Planearía con él las coartadas y terminaría huyendo a su lado, codo con codo, de sus perseguidores. En suma, echaría a perder la emoción genuina de este género, que se pone siempre del lado de los agentes del orden. Que la novela criminal haya sido descrita como “el relato de una persecución”[18] se explica porque el crimen es sólo una excusa que el autor da al lector para que emprenda junto a él una emocionante cacería humana. Tenemos con todo ello ya a la vista las dos principales características de este género literario: su primacía formal y su conservadurismo moral.

            En cuanto a la primera de ellas, ya hemos acotado la primacía de la forma sobre el contenido tanto en el esquematismo psicológico de los personajes cuanto en el mecanicismo de sus acciones. El personaje presenta aquí un iluminador parecido a los personaggi de la Comedia del Arte:  Colombina, Polichinela...; o a los arquetipos del melodrama: la Heroína, el Traidor, el Padre, el Juez... Esta sustitución de la psicología por los signos psíquicos, como los denomina Peter Brooks[19], obedece a que la motivación no cuenta. Más que de motivos del crimen, siempre teñidos de interioridad moral, deberíamos aquí hablar de meras causas.

            Ahora bien, sería un error atribuir la convencionalidad moral de los personajes a un fallo de caracterización, pues uno de los deberes del escritor policíaco es el de sacrificar la personalidad de sus criaturas a la estela que dejan en la travesía de la narración. Se trata, desde luego, de un sacrificio notable, pues, ¿cuánto más convincente no hubiera resultado Ellery Queen de haber ideado, por poner sólo un desarrollo alternativo, una agria discusión entre el señor Clark, haciendo uso de sus prerrogativas conyugales, y el doctor Hardy, recurriendo al derecho de su amada a elegir entre ambos? ¿No se comprendería en parte el crimen, liberando a Clark de las agravantes de la premeditación y la alevosía, y proporcionándole a cambio una mayor dignidad y verdad literarias?

            Pero justo con el fin de que el crimen sea incomprensible Queen debe forzar una transformación tan delicada como la suplantación de personalidad (recordemos que los adminículos de ocultación del tipo de la barba postiza, el peluquín, la careta, las gafas opacas o el maquillaje son frecuentes en la novela policíaca): precisamente para que la única causa mecánica del adulterio prime sobre los mil motivos añadidos que podrían empujar al asesinato. El transformismo del marido burlado, tan inverosímil en el plano psicológico, no evita ciertas preguntas engorrosas: ¿Cómo pudo el asesino Adams/Clark embadurnar en público la chaqueta del doctor con tintura de fósforo sin que nadie se diera cuenta? ¿Cómo la señora Clark se muestra incapaz de reconocer a su marido tras unas simples barbas? ¿Es que no habló en su presencia? ¿No reconoció siquiera el ángulo de las cejas, el color de sus ojos, la textura de la piel?

            Pese a la racionalidad de que hace gala el género, siempre quedan preguntas sin responder. Nos atreveríamos a afirmar que, cuanto más perfecta es una novela criminal, más extravagantemente tienden a combinarse las figuras del tarot policíaco. No sólo no existe el crimen perfecto, tampoco la novela de crímenes perfecta.

            Hay, pues, algo que requiere explicación a todo trance: cómo pueden combinarse en la mente del criminal la absoluta perversidad real con la absoluta inocencia aparente. He aquí la contradicción formal por excelencia del género: el asesino se comporta como un consumado profesional —recordemos su perfeccionismo artístico, su frialdad de cirujano, su seguridad maquinal—; pero por otro lado su ingreso en la comunidad delictiva ha de deberse a circunstancias de la vida, pues en caso contrario su pasado le haría sospechoso a ojos de la policía. De tal forma que los homicidas suelen haber llevado un comportamiento modélico y, sin embargo, muestran una bonísima disposición para el delito.

            Debemos abordar ahora la otra característica principal del género, ese rasgo que Raymond Chandler echaba en falta en la novela policíaca, y que a nuestro juicio la impregna de arriba abajo: la influencia sobre las costumbres, lo que podríamos llamar su encarnadura moral.

            El excelente poeta y penetrante aficionado al género Wystan Hugh Auden diseñó una matriz[20] de naturaleza estático-conservadora a la que poder adscribir los diferentes tipos de relato policíaco. El hecho es que el nuestro entra en ella como la mano en el guante: si el relato según Auden debe expresar en un primer momento la estabilidad de un orden social edénico, en nuestro cuento el detective pasea plácidamente con su sobrino por el recinto de la feria local. Si, punto seguido, se precisa una irrupción negativa que trastoque el orden, en nuestro cuento se produce un asesinato en una de las atracciones. Y si, por fin, es precisa una figura profesional que restaure el orden, aquí llega el sagaz Queen para echar una mano. Así, el movimiento es causado por el criminal, normalmente un tipo inteligente y cínico que quiere vivir a costa de los demás, y el reposo por el policía, una bondadosa autoridad –a veces acompañada de niños o personas ancianas a su cargo-, a quien está estrictamente prohibido tratar de "sabueso", "chusma", "pasma" o "poli", como hace la novela negra.

            Ni que decir tiene que, cuando se expresa el orden natural, el día es soleado, el manto del bienestar social cubre a todos los ciudadanos, los padres de familia recorren con su prole las atracciones del parque, los vendedores bromean con el público. De otro lado, cuando el asesino trastoca ese orden, lo hace en términos absolutos; como ya vimos, el crimen resulta sórdido, premeditado, injustificable. El tiempo mítico -por decirlo en términos de Eliade- de la bienaventuranza se detiene, y no se volverá a poner en marcha hasta que el detective lo restituya en nombre del honrado lector. El detective devuelve la estabilidad a un mundo justo y equilibrado por definición, de manera que la conservación del estado de cosas actual, entendido como el mejor de los posibles, es el principal valor ya en los orígenes del género. Así, ante la presencia de un visitante de Sherlock Holmes, el narrador afirmará: «Desde sus botines hasta sus gafas con montura de oro, era un conservador, un hombre piadoso, una buena persona»[21], y, en efecto, Mr. Scott Eccles resultará al final la víctima de García, un malvado español que nunca olvida llevar su guitarra a los hoteles de todos los países que visita. Jorge Luis Borges, un conservador tan notorio como eminente, invoca justamente al orden como principal argumento en su defensa del género, al que era, y no por casualidad, muy aficionado: «Yo diría, para defender la literatura policial, que no necesita defensa (...) leída con cierto desdén ahora, está salvando el orden en una época de desorden. Esto es una prueba que debemos agradecerle y es meritorio»[22]. Otro ilustre conservador, tampoco por azar aficionado a la novela policial, se lamenta por el “ensayismo” y “desorientación” de la novela contemporánea (no excluye a Joyce ni a Proust, a Faulkner ni a Onetti), y se atreve a poner ante los ensayos del siglo XX un modelo de novela plena que saque del marasmo su hospital de productos prematuros. Oigamos la propuesta de Julián Marías: «Casi todas las novelas contemporáneas parecen novelas-ensayos, porque en rigor son ensayos de novela, intentos de nuevas formas de novela, casi siempre más o menos frustrados (...). Y esto explica un hecho que a primera vista sorprende: que las novelas más logradas, las que producen más real satisfacción en el lector, sean con tanta frecuencia novelas “modestas”, quiero decir pertenecientes a géneros que se han solido considerar como secundarios y subordinados, así la novela policíaca y sus afines»[23]. 


II - EN LA FAMILIA

DE LAS

LITERATURAS CERRADAS

                              

 

         Los vindicaciones de Borges y Marías hacen frente a la tendencia de la crítica literaria a expulsar a la novela policíaca del reino elíseo del Arte. Una de las invectivas más habituales ya fue formulada por Dorothy Sayers, una erudita oxoniense que escribió novelas detectivescas de éxito, pero que experimentaba hacia ellas la misma suspicacia intelectual que Conan Doyle; según su tesis, en esas novelas no hay obra de arte porque el fin primordial de su lectura es la evasión. En cierto sentido, la afirmación es correcta, pero no por la causa que aduce Sayers. La idea que deseo contraponer indica que, justo al contrario, el lector no se evade aquí del compromiso de la toma de partido, sino que lo toma a conciencia. ¿Por qué no invocar entonces los espectros de la clausura y el cerrojo a la hora de dar cuenta cabal de este arte menor? 

            Mi principal argumento es que la ausencia de psicología del criminal y el esquema vacío del relato hacen de la novela policíaca un envoltorio cerrado donde las expectativas del lector son infaliblemente satisfechas por el autor, que se convierte así en un mero intermediario entre el lector y sus fantasías proyectivas. Ahora bien, tales características, junto con otras que enseguida veremos, son compartidas también por otros dos géneros literarios: la novela rosa y la novela del oeste, así como por la pornografía. Todas estas ficciones comparten al menos los siguientes rasgos:

a‑ El anonimato metafórico de los autores. La figura del autor —su personalidad, su libertad de movimientos, su poder creativo— pasa a un característico segundo plano. Aun en los autores clásicos del género, no digamos en los escritores de segunda línea, el héroe fagocita a su autor. Sherlock Holmes es más famoso que Arthur Conan Doyle, Perry Mason más famoso que Erle Stanley Gardner, Nero Wolfe que Rex Stout, el inspector Maigret que Georges Simenon, El Santo que Leslie Charteris, Arsenio Lupin que Maurice Leblanc. Una consecuencia del anonimato metafórico es el uso del seudónimo; el hecho de que ciertos géneros y subgéneros hayan sido considerados infraliterarios, y por tanto infamantes, ha contribuido a generar infinidad de seudónimos tanto en la literatura policial como en el resto de ficciones cerradas. 

b‑ El invariable cumplimiento de las expectativas del receptor. Así se puede observar en el desenlace convencional "de género". Son de rigor el final de orgasmo múltiple de la pornografía, el de matrimonio en las novelas rosa, el del triunfo del héroe varón en las novelas del Oeste, el del desenmascaramiento del criminal en la literatura policíaca. Es inimaginable, por situarnos en el género rosa, el final de una telenovela donde la doncella que se ha visto sometida a todo género de humillaciones a lo largo de cuantiosos capítulos termine siendo rechazada por su amado, y que éste escoja a la malvada de la serie. La espectadora típica tendría todo el derecho a sentirse engañada por el guionista, y sus lágrimas de rabia y despecho estarían por completo fuera de tiempo. El desenlace no es lugar adecuado para este género de llanto penoso, imprescindible sin embargo a lo largo del desarrollo de la trama, y sí sólo para el llanto gozoso. Una broma pesada de tal tipo sería un fraude por completo inimaginable, pero también inadmisible; aun suponiendo que un guionista perdiera la cabeza y urdiera un final semejante, las posibilidades de que saliera en pantalla serían, por fortuna, nulas. 

c‑ La seriación. La aparición de las ediciones de bolsillo en los años 30 del siglo XX hizo posible el extraordinario fenómeno de las colecciones y series de género. La importancia de la “serie” o la “colección” en las ficciones cerradas indica que no importa tanto la particularidad de la obra cuanto los elementos que pueden hallarse por igual en cada ejemplar de la serie. Auden, el exquisito aficionado que antes mencionábamos, reconoce que nunca ha deseado volver a leer una novela policíaca por mucho que haya disfrutado con ella. Y lo mismo podría decirse de la inmensa mayoría de estas ficciones. De ahí la existencia, aparte de los casos bien conocidos de novelistas policíacos de serie como Leslie Charteris, Rex Stout o Erle Stanley Gardner, de innumerables colecciones de misterio, novela rosa o pornografía debidas a autores desconocidos o semidesconocidos.

d‑ La progresión cuasi‑biológica de los argumentos. Se  quiere significar aquí la impresión que se experimenta con frecuencia al leer una novela policíaca, una novela rosa, por no hablar de la historia pornográfica, de "tener que acabar el relato de un tirón". El aficionado a cualquiera de estas ficciones demora su lectura hasta altas horas de la noche, arrebujado en las sábanas y protegido por el círculo mágico de la pantalla de la lámpara. Acosado por el sueño, no dejará sin embargo de leer hasta que su sombra cubra el postrer garabato de la última página.

            En no pocas ocasiones se ha juzgado una virtud de eficacia literaria la necesidad de seguir leyendo hasta el final. Pero la frecuencia con que esto ocurre en las literaturas cerradas y la rareza con que lo hace en la abierta —no conozco a nadie que haya experimentado tal perentoria necesidad de “acabar el libro” leyendo a Homero, Dante, Cervantes, Faulkner o Tolstoi— fuerza a incluir, al menos en parte, esta supuesta virtud dentro del estrecho campo de significado de la literatura cerrada.

e‑ La productividad. El esquematismo y el mecanicismo de la ficción cerrada permiten al autor despreocuparse por el diseño del personaje, la descripción o la complejidad psicológica, y ayuda a explicar el hecho de que de una sola pluma salga con frecuencia un número de novelas difícilmente alcanzable para un escritor de ficción abierta. Pensemos en los cientos de novelas rosa escritas por Corín Tellado, en las más de cincuenta del oeste escritas por Zane Grey, y sobre todo pensemos en John Creasey (1908-1973), autor policíaco que publicó más de quinientos libros, y de quien Julian Symons[24] afirmó que con facilidad podría haber alcanzado los mil títulos de no sorprenderle la muerte a una edad relativamente temprana. Suponiendo que Creasey comenzara a procrear a los 20 años, el promedio aproximado sería el de un libro por mes. Pero es que hasta los mejores escritores policíacos escribieron un número desaforado de obras: Sherlock Holmes aparece en 68 aventuras diferentes y Perry Mason en más de 80 novelas; Agatha Christie publicó más de 75 novelas policíacas, Rex Stout 46, y Edgard Wallace 175.

            Recordemos que habíamos situado el origen de esta fecundidad en el esquematismo y el mecanicismo; ambos facilitan no sólo el trabajo del autor, sino también la fluencia ininterrumpida del deseo del lector hacia el final deseado. Preguntar por qué es tan importante que la lección fluya rauda hacia el final es preguntarnos, ya definitivamente, por la función de la literatura cerrada

            Esa función no viene cumplida, desde luego, por la evasión. Como dije antes, se trata más bien de la satisfacción simbólica de pulsiones y motivaciones básicas universalmente compartidas, pero al mismo tiempo compartimentadas, cerradas, separadas entre sí y separadas a la vez de la común experiencia humana que pretende  retratar la literatura abierta.

            Tras el relato pornográfico se agazapa la satisfacción del impulso sexual; tras la novela detectivesca, la adhesión al grupo y sus estándares morales (y, desde luego, la persecución del transgresor); tras la novela del oeste, la agresividad intraespecífica; tras la novela rosa, el ideal de felicidad definitiva a través de la unión conyugal.

            Sólo bajo este principio se explica que, en general, no importe demasiado la identidad el artista. No se trata ya de que sea o no talento lo que se precisa para facilitar al organismo la descarga de energía tras haber activado el mecanismo de sobrecarga; es que en las ficciones cerradas resulta indiferente la personalidad del autor, y éste puede estar seguro de que nadie echará en falta su presencia si decide esconder su rostro a las solapas del volumen (ahora se explica mejor el resentimiento de Conan Doyle y Agatha Christie hacia sus criaturas, y también a qué aludía Stephen King con el título de su Misery). También explica otras regularidades: así, la efímera duración de cada historia concreta en la mente del lector; así, el tipo de aficionado que intercambia la revista pornográfica, la novelita de vaqueros o la historia rosa ya usadas, más unas monedas, por otros productos nuevos del mismo género.

            El autor‑enzima de la ficción cerrada, pues, ha de ocuparse, cuando es requerido para ello, de activar el mecanismo que satisface las fantasías egocéntricas. Así como una buena novela o revista porno no podrá sino terminar con una efusión del organismo receptor, la novela o la película del oeste debe proporcionar una buena secreción de noradrenalina, la policíaca una radiación de buena conciencia desde las nebulosas regiones del superyo, y la amorosa un arrobo delicuescente. En suma, todas ellas harán gala de un final de los llamados climáticos por la crítica, bien que se trata de un verdadero climax orgánico, y no ya de un sucedáneo espiritual: el final y la finalidad de la obra en la ficción cerrada son una y la misma cosa.

            Las ficciones cerradas, que existieron bajo una u otra forma desde muy antiguo, han proliferado en nuestro tiempo en los compartimentos estancos de los géneros, pero también en esquemas argumentales y desenlaces previsibles de todo tipo de ficciones; sobre todo en los casos aquí tratados, lo han hecho a partir de la necesidad semiclandestina de representar por separado diversas fantasías egocéntricas en un estrato cultural cercano a o fronterizo con el arte, esa región donde habitan las formas abiertas, subjetivas, desorientadas, específicamente humanas, de conducta y reflexión. Hablamos, claro es, de una satisfacción no sublimada en formas complejas y variables, sino tiernamente impulsada por la sencillez de las formas fijas. Formas que, por otra parte, y por si hubiera alguna duda, inspiran todas mis simpatías. Al fin y al cabo, yo también me pongo en lugar de Gary Cooper cada vez que veo Sólo ante el peligro. 


BIBLIOGRAFÍA CITADA

 

 

 

—Auden, W. H.,  “El vicariato culpable”, Prólogo al vol. III de El Club del Misterio, Barcelona: Bruguera, 1981, pp. ix-xvi.

—Borges, J. L., “El cuento policial”, Prólogo al vol. I del Club del Misterio, Barcelona: Bruguera, 1981, pp. ix-xv.

—Conan Doyle, Arthur, “Wysteria Lodge”, en Short Stories, Londres: Butler & Tunner, 1928, pp. 891-923.

—Freud, S., “Der Dichter und das Phantasieren”, en Freud-Studienausgabe, vol. X, Frankfurt: S. Fischer Verlag, 1969, pp. 169-179.

—Goimard, Jacques, "El melodrama: la palabra y la cosa", Mitemas, III (abril 1995), pp. 59-81, y IV (octubre 1995), pp. 45-65.

—Janet, Margaret, Agatha Christie, Barcelona: Ultramar, 1985.

—Jiménez de Parga, Salvador, De la novela policíaca a la novela negra, Barcelona: Plaza y Janés, 1986.

—King, Stephen, Misery, Barcelona: Plaza y Janés, 1988.

—Marías, Julián, La imagen en la vida humana, Madrid: Revista de Occidente, 1971, p. 73.

—Queen, Ellery, "Aventura en la mansión de las tinieblas", en VV.AA., Los mejores cuentos policiales (selección de J. L. Borges y A. Bioy Casares), Madrid: Alianza, 1979, pp. 129-156.

—Pérez Merinero, Carlos, “Contra la inmensa mayoría”, El Urogallo  IX-X (1986), p. 30.

—Symons, Julian, Historia del relato policial, Barcelona: Bruguera, 1982.

 


[1] Transcribo los títulos tal como aparecieron en las carteleras españolas.

[2] Vid. en este mismo número el essay de Virginia Woolf  “¿Cómo debería leerse un libro?” , en versión de Javier Alcoriza.

[3] Symons, Julian, Historia del relato policial, p. 106.

[4] Morgan, Janet, Agatha Christie, p. 413.

[5] Ídem, p. 265.

[6] Jiménez de Parga, Salvador, De la novela policíaca a la novela negra, p. 124.

[7] Así describe la situación la biógrafa de Christie, Janet Morgan: «Como el famoso detective era la principal fuente de ingresos de  Agatha, es evidente que el último caso de Poirot inevitablemente tenía que quedar en reserva» (Agatha Christie, p. 255).

[8] King, Stephen,  Miisery, p. 19.

[9] Ídem, p. 28.

[10] Ídem, p. 34.

[11] Ídem, p. 51.

[12] Ídem, p. 42.

[13] Ídem, p. 350.

[14] Ídem, p. 353.

[15] Freud, S.,  “Der Dichter und das Phantasieren”, Studienausgabe, vol. X,  p. 176.

[16] Ídem, p. 107.

[17] Debemos advertir que Ellery Queen no existe, que es el seudónimo compartido por los escritores norteamericanos Frederic Dannay y Manfred Bennington Lee.

[18] Jiménez de Parga, Salvador, op. cit., p. 11.

[19] Citado en Goimard, Jacques, "El melodrama: la palabra y la cosa". Vid. bibliografía final.

[20] En “El vicariato culpable”. Entre nosotros, también Carlos Pérrez Merinero se ha hecho eco de la misma estructura correctora de la subversión en “Contra la inmensa mayoría”, p. 30. Para ambos, vid. bibliografía final.

[21] Conan Doyle, Arthur, “Wysteria Lodge”, p. 892.

[22] Borges, J. L., “El cuento policial”, p. xv.

[23] Marías, Julián, La imagen en la vida humana, Madrid: Revista de Occidente, 1971, p. 73.

[24] Symons, Julian, op. cit., p. 300.

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