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ESPECTACULAR PROGRAMA TRIPLE: EL

 EXPERIMENTO DESASTROSO, EL CIENTIFICO

 LOCO Y OTRAS TERQUEDADES DE LA

 CULTURA DE MASAS

 

 

[Publicado en Mitemas, IV (1995), pp. 34-41]


«Despertar el misterio es una

     locura criminal, tal vez

una tentación del infierno»

Leopoldo Lugones, "La estatua de sal"

 

1. DEL CIENTIFICO LOCO

 

            No puedo dejar de referir en estas primeras líneas, ya con las entradas en mano, una experiencia personal. Hace poco tuve la oportunidad de pedir a mis alumnos que trazaran el retrato imaginario de un científico; acababa para entonces de impartir una clase de teoría de la ciencia donde la figura del investigador empírico se atenía a la de un profesional que trabaja en equipo de forma más bien anónima sobre una pequeña parcela de su especialidad, integrado con frecuencia en vastos proyectos coordinados y auspiciado por todas las grandes empresas y algunos ministerios responsables.

            Y bien, mi mesa fue llenándose de retratos del científico loco; ya saben, ese individuo cargado de espaldas con el cabello nevado en desorden, la córnea turbia tras espesos lentes de culo de vaso y una bata blanca salteada de lamparones químicos.

            Pretendo en esta contribución describir los síntomas de un temor social atávico que mantiene una soterrada vigencia en la conciencia colectiva de nuestros días, como sugiere el retrato unánime de mis alumnos. Siendo bien cierto que tales síntomas se detectan en mensajes de la literatura de kiosco, del comic, de la televisión o la publicidad, no parece aventurado afirmar que la vinculación del experimento científico con el desastre apocalíptico ha encontrado su medio privilegiado en el ocio y el negocio de la cinematografía. Con el fin de examinar el recurso cinematográfico del miedo al experimento, comenzaré exponiendo el mito moderno del científico loco, una figura completada por el romanticismo literario, pero cuyos primeros trazos ya aparecen durante el siglo XVII como una reacción de cariz religioso a la aparición de los primeros científicos donde no falta la intervención del diablo a través de estos últimos. Lo mejor será situarnos con la recreación de aquel momento crítico que han realizado dos historiadores de las quimeras literarias:

<<La práctica de la ciencia como actividad virtuosa en la Europa cristiana y aristocrática del siglo XVII no era algo que se diera por descontado. Tuvo que vencer (...) la tradicional desgana de los miembros del sistema eclesiástico. Un grupo de los religiosos consideró la importancia dada a las causas secundarias como un abandono de la contemplación de la divina Causa primera (...) La generalidad de la gente, todavía no liberada de la imagen del sabio-mago que ocultaba a un brujo o poseso por el diablo, se sentía atemorizada con historias sobre experimentos clandestinos realizados al parecer gracias a los poderes diabólicos que poseían todos los que se dedicaban a la filosofía natural. Y algunos literatos ingeniosos, llenos de envidia ante los honores que empezaban a acumular los hombres que trabajaban con reglas y compases en vez de con tratados de métrica y prosodia, encontraron un buen blanco para sus dardos envenenados en el retrato del científico chiflado>>(1).

             Tengo la sospecha de que para la imaginación popular del mundo moderno el investigador empírico ha reemplazado al brujo, al alquimista o al cabalista medieval al menos en un aspecto; como ellos en su tiempo, hoy se constituye en el transgresor más señalado de ciertos principios morales compartidos, los cuales incluyen "respetar", "no tocar" o "no manipular" elementos demasiado vitales como puedan ser la reproducción humana, la edad de la persona o la enmienda de sus rasgos físicos; en general, el llamado orden natural. El tipo humano que consagra a tales desacatos su vida entera ha de venir a la fuerza compuesto por una mezcla de enfermedad e inmoralidad; no en vano Gregory Benford(2) ha condensado la imagen social del científico en la de un neurótico obsesivo. Veamos por nuestra cuenta cuáles serían los rasgos psíquicos y morales de ese mad doctor.

            Señalemos para empezar que se trata de un enfermo de obsesión, como lo describe Benford; añadamos que su manía no pretende satisfacer las necesidades de sus semejantes, sino las ansiedades propias. Sufre los rigores de un desvarío maligno; así como hay locuras menudas, inofensivas o benignas, la suya es una insania antipática, egoísta y con gran frecuencia megalómana.

 Podríamos agregar todavía que la vida del científico loco transcurre en la reclusión de un laboratorio polvoriento, ocupado en calderas barboteantes y redomas con líquidos en ebullición manifiestamente peligrosa; que juega con las bases de la vida llevado por ambiciones de gloria o de poder; que desgasta sus horas moviéndose a hurtadillas con el espinazo encorvado entre humores mefíticos de probeta. El infractor celibato, en fin, que le aqueja dirige sus energías vitales menos en la dirección natural de engendrar criaturas que en la de penetrar intelectualmente -culpablemente- en las fuentes de la vida. El paralelismo de todos estos rasgos del científico loco en su laboratorio con los del alquimista en su gabinete (mencionaremos más adelante la tradición fáustica) o la bruja en su cubil es tan llamativo que difícilmente podemos atribuirlo al azar: como éstos, también aquél ha querido compararse con el Creador en soledad y esplendor; su torre, como la de Babel, ha de derrumbarse por fortuna sin remedio; su paraíso o su insolencia, como la de Adán, ha de quedar a sus espaldas enrojecidas por la llama de un bellísimo Angel Vengador.

            Comencemos por Víctor Frankenstein, el arquetipo de los especímenes posteriores. La ciencia entendida como neoalquimismo hace escribir a Mary Shelley que lo que el doctor buscaba embozado en la capa del espíritu científico eran nada menos que "la piedra filosofal y el elixir de la vida"(3). Con ese propósito vaporoso, Víctor manufactura su engendro humanoide a partir de órganos de cadáveres robados en el camposanto en un acto de profanación que reiterarán obras posteriores con el fin de señalar el desafío luciferino de la ciencia. Mary Shelley, una despierta veinteañera dotada de una cultura principalmente literaria, incorporó a su novela Frankenstein o el moderno Prometeo el temor que producía en la opinión pública contemporánea el descubrimiento reciente de la electricidad, y lo hizo a partir de no otra cosa que las narraciones tradicionales de espectros y fantasmas. En el título secundario, el moderno Prometeo, se lee el viejo mito de quien desafió la voluntad de los dioses robándoles el fuego y fue en justa compensación castigado a que le creciera cada noche el hígado que por el día le había devorado el águila. Aquí, parece decirnos la autora, será la propia criatura quien aniquile al doctor antes de sembrar el pánico por yermos y sembrados.

            Veremos más adelante cómo la respuesta defensiva a la novedad técnica de la electricidad mediante supuestos precientíficos también se dará en lo que respecta a la ingenieria genética, la informática o la robótica.

            Bajo los rasgos del científico extraviado que debemos a la literatura decimonónica sobresale el doctor Heidegger del norteamericano Nathaniel Hawthorne. En El experimento del Dr. Heidegger, el doctor titular obtiene mediante una pócima el elixir de la juventud (de nuevo el científico como neoalquimista) y para probarlo invita a su estudio a tres pacíficos abuelitos y una venerable anciana. El elixir los convertirá en un violento grupo acuciado por tensiones de rivalidad sexual... hasta que por fortuna el recipiente se rompe al caer en medio del alboroto. Los ancianos regresan entonces a la feliz decrepitud de la que nunca debieron salir. El tema, pese a los ribetes humorísticos del relato, no era secundario para Hawthorne, quien dejó una novela inconclusa donde el protagonista buscaba el elixir de la vida; la muerte no obstante le hizo la más terrible y literaria de las jugadas al cortarle al mismo tiempo inspiración y expiración.

            La fantasía de H. G. Wells nos ha legado ya casi en el siglo XX la figura del insensible doctor Moreau (The island of Dr. Moreau: 1896), con su isla de bestias‑hombres creadas por vivisección con el bisturí. Esa isla carece sintomáticamente de nombre («So far as I know, it hasn`t got a name»(4), reconoce Montgomery), cual si Dios hubiera olvidado bendecirla con el Verbo en los primeros días y desde entonces yaciera en el mar, anónima, ignorada, y no obstante muy alerta, como el misterio-señuelo de Lugones, a sentenciar la suerte del primer desembarco.             Recayendo en los últimos años, Robin Cook ha obtenido grandes ventas con sus novelas La manipulación de mentes o Mutación. En Mutación el doctor Víctor Frank (ocioso es mencionar el homenaje nominal al arquetipo) engendra a su hijo VJ (Victor Junior) introduciendo en el seno de una madre de alquiler su propio esperma manipulado y el óvulo de su mujer estéril. El infante aprende a hablar a los pocos meses y muy pronto a jugar al ajedrez, ese "juego científico". Completamente racional y carente de sentimientos, siendo aún un niño construye un laboratorio particular donde engendrará seres monstruosos. Al final, artífice y artificios perecen en un acto de justicia poética, expiando con el castigo de la muerte la culpa de la transgresión. ¿De qué transgresión hablamos aquí? Ya no tanto, claro es, de aquella que llevaba a Víctor Frankenstein a jugar con la electricidad en tiempos de la Shelley cuanto de esta otra que implica jugar con la fecundación, y, retrospectivamente, la de aspirar a una descendencia que Dios no le concede. Como sugerí antes, el reflejo defensivo de orden confusamente religioso o nítidamente supersticioso ante las novedades tecnológicas permanece idéntico en los diferentes estadios del continuo de los productos culturales, por mucho que varíe el nombre del maléfico doctor. Y si el descubrimiento por Volta de la pila eléctrica en 1800 o el de la electrólisis poco después dio lugar a la idea reactiva de principios del XIX (Frankenstein or the Modern Prometheus: 1818) según la cual resultaba indecente manipular la electricidad porque había de seguir considerándose "un misterio", en ese mismo sentido puede considerarse indecente la fecundación artifical a fines del XX allá donde se siga estimando la descendencia una donación graciosa de lo alto.

            No podemos dejar de mencionar que a lo largo del s. XX la literatura popular delineada por el comic ha emprendido su propia versión serial del científico loco con las figuras del "Doctor Satán" de los años 40, y en fechas recientes con la de un "Doctor Muerte" que atiende asimismo al nombre de Víctor.

 

II- EL CINE Y EL CIENTIFICO LOCO

 

            Pero ingresemos ya en la penumbra de la sala de proyección, donde el tópico del científico loco que bizquea de placer entre retortas y alambiques ha llegado a constituir una especie de subgénero que me atrevería a situar entre los géneros del terror y la ciencia‑ficción. El cine mudo se apresurará a realizar las primeras adaptaciones del Dr. Moreau y otros mad doctors menores como el Dr. X, el Dr. Zarkoff o el Dr. Cyclops. Después de la pionera Frankenstein Trestle (5) de 1902, en 1919 J. Searle Dawley adapta en su Frankenstein por vez primera el mito de M. Shelley, y cinco años después reincide J. W. Smiley con Life without Soul.

 En 1919 aparece en una Alemania devastada por la guerra Das Kabinett des Dr. Caligari (El gabinete del Doctor Caligari) de Robert Wiene, donde se descubre que el director de un manicomio es en realidad el mayor de los maníacos. En 1922 se manifiesta el Dr. Mabuse (Dr. Mabuse, Der Spieler) de Fritz Lang, un megalómano que desea sobre todas las cosas ver el mundo postrado a sus pies; en 1933 Lanz estrena una segunda parte: Das Testament des Dr. Mabuse, película que se convertirá en una de las favoritas de ese cinéfilo exquisito llamado Joseph Goebbels.

            En 1926 se estrena Metrópolis, de F. Lang, donde el desequilibrado Rotwang extrae de un ensamblaje de chatarra el robot feminoide que suplantará con fines destructivos a un ser humano. Los años 30 y principios de los 40 asisten a la consolidación del subgénero; el de los 30 es el decenio de oro de la Universal y, aparejado con este gran estudio, el decenio de Frankenstein: en 1931 James Whale dirige en Dr. Frankenstein a un monstruo llamado Boris Karloff; a partir de entonces, Bela Lugosi tenderá a interpretar el frío y ambicioso doctor que se cree un genio, en tanto se reserva el papel de engendro experimental o ayudante contrahecho a un Boris Karloff que volverá a aplicarse los electrodos en el cuello en 1935 (La novia de Frankenstein) y 1939 (El hijo de Frankenstein).

            En 1935 Louis Friedlander compone The Raven (El Cuervo), una variación fugitiva sobre el poema de Edgar Allan Poe; Lugosi encarna al doctor Richard Vollin, un cirujano que esconde en un sótano su más abyecta afición: la actividad investigadora. Un cuervo disecado, símbolo de la muerte en sus propias palabras, será su amuleto. Abismándose mientras observa al cuervo sobre una repisa de su despacho, el doctor Vollin afirma con la cautela intelectual propia del sabio: «La muerte es lo único cierto».

            El doctor Vollin mantiene púdicamente oculto su laboratorio tras una falsa librería. Repárese en que el escenario donde se descubre el radio, la penicilina, la vacuna de la polio, los rayos X o la humilde aspirina ha de esconderse a las visitas decentes cual si de una mazmorra se tratara, bien disimulado por unos decorosos volúmenes, hay que suponer, de humanidades.

 Reflexionando sobre el derecho del genio solitario a experimentar con humanos (vuelta a la soledad insolidaria del genio romántico), Vollin afirma: «Las limitaciones que a veces nos imponemos pueden volvernos locos». La limitación natural ante lo sagrado o numinoso aparece aquí con su contorno más nítido; se trata de la virtud inveterada de orden religioso y cósmico que los griegos llamaban "contención", según la cual el hombre debe permanecer dentro de unos confines morales y sociales que limita  desde fuera el Orden cósmico; esa virtud se expresa en el tema antiprometeico y piadoso que prohibe robar el fuego a los dioses bajo amenaza de caer en la culpa de la hybris o "desbordamiento".

 En la película que glosamos se tacha de inmoral una operación de cirujía plástica (pues el orden natural intocable también incluye aquí el semblante con que uno ha nacido) y Boris Karloff deviene un monstruo que Lugosi utilizará como esclavo deforme en la línea del Fritz frankensteiniano.

            En El ladrón de cuerpos (The corpse vanishes: 1942), Bela Lugosi da vida a un doctor Lorenz que cuenta a su servicio no sólo con un ayudante contrahecho a lo Fritz, sino además con un enano del séquito de Tod Browning. Este tal doctor vive en un caserón solitario junto a una esposa que se niega a aceptar la vejez. De nuevo el intocable orden mítico del mundo, aplicado al aspecto que presenta la edad biológica: interdicto del lifting y, de apurarse el supuesto, hasta del peeling. Como presente a las novias de buena sociedad, el doctor Lorenz les regala el día de su boda un híbrido (¡!) de orquídea que acaba de descubrir. El aroma de la orquídea aniquila a las doncellas antes de concluir la ceremonia y deja sus cuerpos listos para que los sicarios del doctor los roben al anochecer. Mediante una inyección en el cuello (los 20 cm. de la jeringuilla recuerdan más a la que se exhibe en El dormilón que a la de cualquier otro filme de terror), extrae de cierta glándula de la víctima un líquido que luego inyectará en su mujer con la intención de que rejuvenezca.

            Recomiendo la visión de este Ladrón de cuerpos porque provoca sin ayuda de ácidos lisérgicos un delirio de géneros entremezclados: el taxista se niega a llevar a la heroína al caserón del doctor al modo de Drácula; más tarde, el doctor Lorenz se despoja de la bata blanca para tocar el órgano, también como el conde transilvano; para terminar, la heroína descubre al abrir una puerta que el doctor y su esposa están durmiendo en... ¿en qué tipo de soporte dirían que duermen? Acertaron: ¡en ataúdes! La verdad, a uno le cuesta imaginar a los clasificadores del genoma, por muy blanca que tengan la cabellera, dándose una cabezadita en los acolchados del ataúd a la hora de la siesta.

            Hay que reconocer en honor a la verdad que esta película expresa la característica sinergia de los proyectos I+D cuando los contrahechos ayudantes de Lorenz sugieren líneas de investigación diferentes a la que él propone. Así como en Doctor Cyclops el investigador principal contrariado en sus opiniones convertirá literalmente a sus colegas opinantes en enanos, en Ladrón de cuerpos vemos cómo el doctor gestiona el momento de creativa disensión agarrando un látigo (esa rama literal de la ciencias naturales) para, ni corto ni perezoso, con el chasquido inconfundible de todo cruce dialéctico, coserles a trallazos el esternón. Por aventurar hipótesis a destiempo.

            Vayamos ahora con el caso más característico de toda la serie, El hombre que cambió su mente, de Robert Stevenson. El filme se abre cuando un médico inexplicablemente sensato se encuentra conversando con la doctora Clara acerca del doctor Laurience (Boris Karloff): «Lo expulsaron de Génova. Sus ideas se volvieron disparatadas». Clara responde de forma premonitoria: «Siempre hay algo disparatado en los genios».

            Ya el primer día de trabajo junto al doctor Laurience, Clara contempla con distraída aprensión las redomas bullendo en el  laboratorio y los tubos desbordando de vahos (vaho: ciencia gaseosa, alquimia). En semejante trance él la toma por los hombros para espetarle con la mirada turbia: «Me dijeron que estaba loco. Míreme. ¿Cree que estoy loco?». Algunos de los espectadores presentes en la sala no dejamos de apuntar a la chica que sí con la cabeza, que no sea tonta, que huya al menos sin contestar, pero pronto se ve cómo Clara estaba dispuesta a concederle de manera harto inesperada el beneficio de la duda.

 Exigencias del guión, susurra alguien a mi izquierda mientras una mano regordeta me transfiere el bocadillo de calabazate y un tazón de termo con zarzaparrilla. Nadie puede merendar en este momento sobrecogedor, cuando aparece Clayton, el ayudante fritziano de Laurience; Clayton ya no está contrahecho, pero a cambio circula entre los planos más veloces del rollo en silla de ruedas, de la misma manera que Laurience, a diferencia de Drácula, ya ha abandonado los pedales del órgano aristocrático en beneficio de los del burgués piano. Laurience se nos presenta como una especie de Wolfgang Köhler frankensteiniano que trabaja con chimpancés, intentando permutar las mentes de dos simios mediante electrodos. Cuando por fin lo consigue, grita exultante a Clara:

«‑¡Si fueran seres humanos, les habría cambiado el alma!

‑¡Pero usted no puede hacer eso! (Clara, alarmada).

‑No... no puedo (Laurience, lamentándose).»

            A la postre, Laurience consigue canjear su cuerpo por el del novio de Clara para ganar el amor de ésta. Tras muchas  peripecias, Laurience cae al vacío desde una ventana. Clara aún puede sostenerlo por la nuca mientras escucha sus últimas palabras, sobre las que llamaré la atención del lector más adelante: «Tenías razón. La mente humana es sagrada. Quiero que me prometas una cosa: destrúyelo todo. Este poder es demasiado peligroso». Y "todo", un cuantificador universal que afecta a la totalidad de las innovaciones científicas y técnicas, desaparece por ventura de la faz de la tierra. Ya nadie volverá a indagar en la mente humana -o la investigación es un asunto clínico.

            En esta serie de películas los elementos del género de terror (monstruos, villano psicópata, heroína desvalida, luna llena entre jirones vagantes de nube, caserones con tejado a cuatro aguas coronando una loma) se combinan con elementos de la ciencia-ficción (innovaciones tecnológicas, batas blancas, tableros de mandos, luces parpadeantes, ambientes fríos y asépticos) con una intención moralizante de cariz tradicionalista, la cual se refleja en unos desenlaces donde el doctor malvado muere o reniega de sus malas artes ante un auditorio ya enfurecido que piensa a la vez: «se lo tenía merecido».

            No es extraño el abucheo si consideramos el momento en que se ha cortado la proyección. Además, todo el mundo puede ver ahora que se ha encendido la luz el reguero de pis que discurre  caprichosamente hacia las primeras filas por el piso de madera y cómo una mamá de la última fila (à l`Espagne, cherchez la mère) acaba de cerrar la cremallera íntima de su niño. Aprovechemos los primeros improperios para retornar a la crónica. A partir del éxito de Dr. Frankenstein se filman La isla de las almas perdidas (The island of the lost souls: E. C. Kenton, 1932), una adaptación del inhumano Dr. Moreau de Wells que da una de las pistas fáusticas de la serie al preguntar: «¿Sabes acaso lo que es sentirse Dios?», en la línea de aquel «bin ich Gott?» que pronuncia embelesado el Fausto de Goethe ante el espectáculo del universo; también un El Doctor X (Doctor X: Michael Curtiz, 1932) que ataca a sus víctimas con un arma de su invención construida con carne humana por toda materia prima. El furor perverso del Doctor X depende de causa tan natural como la luna llena, influjo maligno que es lícito inquirir si habría podido evitar matriculándose en sus años mozos en Literatura Isabelina. En 1939 se estrena Dr. Cyclops, de Schoedsack. Un investigador despechado con sus colegas de proyecto los convierte a todos en enanos con un condensador de radio; una acción que el doctor bien podría incluir en la "gestión de recursos humanos" en su informe anual para la Junta Calificadora de la Universidad. Por fin, en El secreto del Doctor Renault (Dr. Renault's Secret: Harry Lachman, 1942) se pueden observar los inconvenientes que se siguen de convertir en persona a un gorila.

            Tras la segunda guerra mundial el esplendor del subgénero experimentó un cierto declive y los villanos doctorados, como el Dr. No de la serie 007, ambicionarían la destrucción del mundo sin mayores motivos que su real voluntad. Citaremos no obstante algunas secuelas. En 1956 destaca Planeta prohibido de Fred M. Wilcox; en el 57 una nueva adaptación de Frankenstein por Terence Fisher (The Curse of Frankenstein), un año después Frankenstein 1970 de H. C. Koch y The Revenge of Frankenstein, de nuevo un Terence Fisher embalado que repetirá en 1960 con The two faces of Dr. Jekyll. Ese mismo año Sidney J. Furie presenta en su Doctor Blood's coffin (El ataúd del doctor Blood) la obsesión de un facultativo por implantar en cuerpos muertos corazones vivos y Fritz Lang concluye su serie Mabuse con Die Tausend Augen von Dr. Mabuse (Los crímenes del Doctor Mabuse), dando lugar a una rehabilitación del personaje: en 1961 Harald Reinl firma El diabólico doctor Mabuse y al año siguiente Werner Klinger El testamento del doctor Mabuse. En 1964 Stanley Kubrik muestra que la mayor ilusión de su Dr. Strangelove (Dr. Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb) se cumpliría extinguiendo la vida inteligente del planeta por medio de una explosión nuclear, y de aquí al final del decenio Frankenstein da otra vuelta de (su) tuerca; en 1967 Fisher Frankenstein created woman, en 1969 Frankenstein must be destroyed (El cerebro de Frankenstein) con Fisher de nuevo y en 1973 una Carne para Frankenstein en 3 dimensiones (Il mostro è in tavola... Barone Frankenstein, de Morrisey y Margueritti), además del ya inevitable Fisher Frankenstein and the Monster from Hell. En 1977 hay una nueva versión La isla del doctor Moreau de Wells a cargo de Don Taylor, con Burt Lancaster y Barbara Carrera; en 1979 Experimentos humanos presenta a un experimentador sádico y El abismo negro de Gary Nelson tienta a uno de los científicos locos más retóricos del subgénero; en 1975 Freddie Francis había dirigido con El doctor y los diablos (The Doctor and the Devils) una nueva interpretación del médico obsesivo y sus ayudantes, los ladrones de cadáveres. El tema de la profanación de cadáveres con fines indagatorios que aparece no sólo en estas dos películas, sino en otras de las citadas, no es casual; la historia de la medicina y la cirugía nos enseña que las autoridades eclesiásticas prohibieron el trabajo con cadáveres en la Edad Media europea, y esta prohibición que sería levantada más adelante forma parte no obstante del basamento espiritual del Occidente cristiano. La tensión entre una prohibición religiosa de impregnación cultural y una práctica científica que cada día reporta más beneficios médicos se encarna tanto en la pareja imaginaria de los ladrones de cadáveres Burke y Hare como en la repugnancia real a la donación altruista de órganos.

             También en el cine ha superado el científico loco la reválida de toda leyenda si nos fiamos de la efectividad de su parodia. En 1949 los rancios Abbot y Costello estrenan la parodia Contra los fantasmas (Abbot and Costello meet Frankenstein, de Ch. T. Barton); en los años sesenta contamos con una de las películas más logradas de Jerry Lewis: El profesor chiflado, así como con Dr. G y su máquina de bikinis (Dr. Goldfoot and the bikini machine: 1965) donde Norman Taurog presenta a un estrambótico doctor que inventa una máquina expendedora de chicas-robot en bikini; las falsas bañistas serán luego lanzadas al mundo de las altas finanzas a la caza de millonarios. El Dr. G. seguiría actuando al año siguiente de la mano del italiano Bava en Le espie qui vengono dil semifreddo, donde una tonificante Laura Antonelli entre otras robots listas para el remojo salen a la caza de altos mandos de la China comunista; en la franco-alemana La isla de la muerte (Ernst von Theumer, 1966) un desmedido árbol carnívoro que devora a los humanos es el mejor injerto del correspondiente mad doctor. En 1968 Polanski estrena El baile de los vampiros, donde un extravagante doctor arriesga su vida dejándose caer por las estribaciones de Transilvania con el propósito de demostrar que los hombres‑vampiro sí existen, y otra en 1975 en El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein), la mejor pieza de Mel Brooks. Nombremos para los 80 el doc Marcus de la serie Back to the Future de Steven Spielberg, Reanimator (Stuart Gordon, 1985) y antes del descanso al monstruo de diván de Alan Jessua Frankenstein 90. 

3- UNA VARIANTE: EL EXPERIMENTO DESASTROSO

            Salgamos un momento al vestíbulo, ese barullo del reestreno con olor a café torrefacto, y hablemos uno momento del experimento desastroso, un tópico diferente, pero íntimamente asociado al del científico loco.

            Un hombre demasiado atrevido o inconsciente lleva a cabo un experimento sin saber que manipula lo intocable; al final, los efectos inesperados de la prueba abocarán a la comunidad entera a la inminencia del desastre.

     Es muy posible que fuera El experimento del doctor Quatermass (The Quatermass experiment: 1955), película de Val Guest para la productora británica Hammer, el título que dio carta de naturaleza al miedo cinematográfico al experimento.

 Acaso por primera vez el experimento mismo (al fin y al cabo, un paso fundamental en el método hipotético-deductivo de la ciencia moderna y el modo más fiable de probar nuestras hipótesis) sobrepuja en vileza a la personalidad del experimentador, quien irá dejando a partir de mediados de los 50 de ser maligno para convertirse bien en un simple ignorante, bien en un filántropo contrariado.

            Hemos observado hasta aquí que el científico loco transgredía la intangibilidad de los elementos vitales mediante la actividad probatoria del experimento, y que, en consecuencia, esta actividad recibía toda la energía negativa del alienado que la practicaba. Ahora nos encontramos con una segunda opción. El experimento como tal es el acto contra naturam que contamina la actividad de todo investigador, independientemente del equilibrio de su psique. Esta opción se encuentra íntimamente imbricada con la primera ya desde el arquetipo de Frankenstein, donde por un lado el propio experimento constituye también en sí mismo una actividad sospechosa («¿Cómo te has atrevido a jugar con la vida?» preguntan al doctor en cierto momento), y por otro ya cuenta el tema del descuido: se desencadena la acción de la película (no de la novela; se trata de un añadido de la adaptación) cuando Fritz roba por equivocación el cerebro de un criminal que el doctor insertará en el monstruo. En otras obras, ambas opciones son excluyentes, y entonces se sugiere que no es el científico el que debido a su carácter obsesivo y ambicioso contamina su actividad experimental, sino más bien al contrario, la naturaleza íntimamente sacrílega del experimento la que, como fuego en manos de un niño, quema a su desprevenido autor. El tema del "descuido" que da al traste con toda la humanidad (¡y resulta tan fácil tener un descuido!) se repetirá con asiduidad en esta variante. Así, en Dr. Who y los Daleks (Gordon Flemyng, 1965), una máquina del tiempo inventada por el Dr. Who que podría ser empleada con propósitos humanitarios se activa por descuido y da paso a una serie de interminables peripecias dramáticas. En Los pasajeros del tiempo (Nicholas Meyer: 1979) es nada menos que Jack el Destripador quien logra viajar por medio de la máquina del tiempo al futuro con el fin de separar la piel de sus postsemejantes sin el fastidioso husmeo de Scotland Yard. Para evitar el desastre, el mismísimo escritor H. G. Wells tiene que usar la máquina de su invención con el fin de devolver el orden al mundo y el presente al anarquismo de los tiempos. Aquí ya no es el hombre el culpable del exceso, sino la víctima; ya no le conviene por tanto el apelativo de "loco", sino apenas el de "insolente" o el de "soberbio", por haberse atrevido en un acto de arrogancia a conocer más de lo que debe.

            La búsqueda ingenua de la eterna juventud puede darnos el más antiguo de los basamentos literarios de este tópico. En el cristianismo tardomedieval la figura real de un vagabundo jactancioso lleva a un editor francfurtés a recopilar sus leyendas en Historia von Doktor Johann Fausten, y desde entonces el mito fáustico ha atraído los talentos de Cristopher Marlowe, G.E. Lessing, Goethe, Oscar Wilde o Thomas Mann: al final de esta segunda cadena recaemos en el cine de nuestros días, donde el diablo artesanal se ha esfumado para dar lugar a las máquinas que Él carga en productos epigonales y rasantes: en Eternamente joven (Forever Young: Steve Miner, 1993) dos pilluelos desactivan por azar un crionizador con Mel Gibson dentro. Tras  descongelarse convenientemente, Gibson halla los ojos de su amada, la otrora joven Helen, bajo una intrincada red de canas y arrugas.

            Debemos el paradigma literario del experimento científico desastroso, no obstante, a R.L. Stevenson; en su El extraño caso del Doctor Jekyll y Míster Hyde (Strange Case of Dr. Jekyll and Míster Hyde: 1886) el diabolismo faustiano se disipa en beneficio de la pura química; en la versión diurna el doctor Jekyll representa al hombre natural -o al menos esa forma altamente llamativa de hombre natural que es el hombre natural inglés-, reservado y fríamente amable, pero digno y honrado en el fondo, en tanto la forma nocturna responde al nombre de Míster Hyde, es decir, el mismo individuo pasado por el tamiz de los brebajes experimentales. Lo que convierte al bueno de Jekyll en la mala bestia de Hyde es nada más, nada menos que el bebedizo, esa materialización líquida de la actividad probatoria de la ciencia natural.

            La segunda referencia literaria del experimento científico desastroso la constituye El hombre invisible (The invisible man: 1897) de H. G. Wells. El novelista presenta con tintes amables al doctor Griffin como "the amateur naturalist of de district"(6); este joven de escasos recursos económicos bien dotado para la ciencia está empeñado cuando lo conocemos en hacer transparentes los cuerpos opacos. El experimento, lejos de dar los frutos apetidos, desbordará al investigador de tal manera que después de volverlo invisible lo irá convirtiendo en alguien más y más taciturno hasta hacerle por fin desafiar todas las leyes de la convivencia. La necrosis moral se irá extendiendo paulatinamente por todo su ser desde que contrae el carcinoma del experimento con una lógica de aplastante necesidad.

            Ingresamos de nuevo en la sala. En 1914 los alemanes estrenan Seltsamer Fall, de Max Mack, primera versión muda sobre la novela de Stevenson; el gran Murnau da con La cabeza de Jano (Der Januskopf, 1920) una nueva versión del mito del Dr. Jekyll; Holliwood, por su parte, configura la versión canónica de la novelita de Stevenson en El extraño caso del Dr. Jekyll (Victor Fleming: 1941); esta versión con Spencer Tracy produce secuelas que pueden ofrecer un curioso acento argentino en El extraño caso del hombre y la bestia (Mario Soffici, 1951); el cine reiterará la consabida historia: si en El hombre con rayos X en los ojos (The man with X-ray eyes: Roger Corman, 1963) el experimentador James Xavier quiere sencillamente ganar un dinero con su invento, en El hombre invisible (The invisible man: James Whale, 1933; Raphael Nussbaum, 1963 y John Carpenter, 1992; Li  inafferrabili e invencibili uomo invisibile, Antonio Margueritti, 1970), La mosca (The fly: Kurt Neumann, 1958; David Cronenberg, 1986) o El increíble hombre menguante (The incredible shrinking man: Jack Arnold, 1957), el experimentador no persigue ningún interés malsano, pero en todos estos casos los efectos no deseados de una prueba para la que la humanidad nunca estará preparada desbordan a su creador, acabando en ocasiones con su propia vida entre la aclamación del público.

            El tema del experimento desastroso, espejo de la manipulación de realidades demasiado altas para la humilde naturaleza humana, ha sido reiterado hasta la saciedad por el cine de los últimos años, en combinación o no con el tópico del científico loco: las recombinaciones de elementos stevensonianos, con Dr. Heckil & Mr. Hype (Ch. W. Griffith, 1980), Doctor Jekyll and Sister Hyde (Doctor Jekill y su hermana Hyde, Roy Ward Baker: 1971), donde aparece Jack el Destripador y de nuevo los ladrones de cadáveres junto a los personajes de Stevenson, además de Chimera (sobre los experimentos con chimpancés), Experimento Philadelphia (una versión castrense del túnel del tiempo), Proyecto Génesis (sobre los peligros de la ingeniería genética), Ribosoma (sobre la procreación artificial), El chip prodigioso y Cariño, he encogido a los niños en clave de comedia, y en clave dramática Abejas asesinas, Línea mortal, Phantasma, Trans‑gen, Los virus de la muerte, Furia silenciosa, Kamikaze o la serie de Sigue vivo, han explotado la fascinación del experimento desastroso, concebido o no por el mad doctor. Con el estreno de la reciente La machine (François Dupeiron, 1995), donde Gérard Depardieu permuta su cerebro por el de un asesino, nada parece indicar el declive de una fórmula que sigue presentando el mismo mensaje: la solución a los experimentos fallidos consiste en dejar de hacer experimentos.

            Cubre el último tramo de esta variante Parque Jurásico, la multimillonaria película basada en la novela de Michael Crichton sobre la cual podría aún decirse algo. El final feliz del Parque Jurásico de Spielberg se expresa, ha de notarse bien, no en el hecho de que triunfa la ciencia, sino en el de que fracasa; así, cuando Allan Grant, el joven profesor de Paleontología que quería hacer algo por la humanidad antes de buscar descendencia, vuelve en helicóptero de la pesadilla del experimento de clonación con los dinosaurios del Jurásico, se demora en observar cómo los nietos de Hammond, el propietario del Parque, se recuestan en el seno de su amada Ellie. Comprende entonces cuánta razón tenía ella desde el principio y cómo era preciso, incluso urgente, dejarse de las paparruchas de la paleontología y dedicarse cuanto antes a procrear retoños al viejo y buen estilo, justamente el mismo viejo y buen estilo con que se emplearon los dinosaurios hasta que la Providencia los exterminó en una sabia decisión natural.

            Debo reiterar al lector curioso que no encontrará ni las urgencias maternales de Ellie ni el recelo de Grant por mucho que rastree en la novela de Chrichton. Sólo en la película de un Spielberg que ya había explotado ese miedo al experimento en otros de sus productos: en efecto, esa mirada de revelación de la verdad biológica natural, no tecnológica, cuando vuelven a casa en helicóptero, no existe en la novela, donde Grant se limitaba a mirar al suelo, y luego «hacia atrás sólo una vez, y vio la isla recortada contra un cielo y un mar de un púrpura intenso...», etc. (7)

            Creo haber cerrado el círculo. La terapia genética capaz de crear ratones transgénicos clausura para la imaginación común una cadena de hierro con cuatro eslabones: resuena en el primero el Golem judío, un homúnculo que engendró en el siglo XVI un rabino de Praga por medio de sortilegios impíos, en el segundo Víctor Frankenstein, responsable indirecto de la muerte de una inocente niña, en el tercero ese Parque Jurásico donde la resurrección de dinosaurios extinguidos se paga con la vida de inocentes humanos.

 A diferencia del oncorratón, conviene señalarlo, tres eslabones imaginarios. 

IV - UNAS PALABRAS FINALES

 

            La sesión ha terminado, van a dar las nueve de la noche. Han sido tres películas desde la cuatro y media y los mayores dicen tener la cabeza como un bombo. A mí también me retumba un poco, pero qué importa. El cardumen de espectadores que bajó a una por la grada del CINEMA MUSEO se va disgregando, separándose en tríos de amigos o parejas cogidas del brazo, hasta terminar disolviéndose en la blanda oscuridad de las esquinas. Ahora pienso que los añadidos de Spielberg a una aceptable novela de ciencia-ficción refuerzan las creencias de que el científico es un ser arrogante y de que la observación controlada, asociada desde Bacon a la actividad científica, es un acto contra naturam que abre la caja de Pandora de todos los males; ese golpe de timón del productor que termina expresando lo contrario de lo que expresaba el novelista con el fin de satisfacer las expectativas del gran público es la mejor prueba de la salud de hierro de que gozan. Y, en efecto, cuando acaba de estrenarse mientras caminamos de regreso un nuevo Frankenstein, el de Kenneth Branagh, no resulta aventurado afirmar que estas dos terquedades de la mayoría van a seguir resistiendo los tanteos del análisis con la indiferencia del puerco espín (acaso por suerte: a nosotros nos inspiran tanta ternura que hemos procurado disfrazarla de humor), a diferencia de ese levísimo y  aristocrático plancton que dicen se desintegra al tacto. Hemos llegado al portal abierto, ya debo de andar por los once años.


         N O T A S .........

(1) Manuel, Frank E., y Fritzie P., El pensamiento utópico en el mundo occidental (vol. II), Madrid, 1984, pp. 9-10.

(2) Benford, Gregory, "The Scientist in Literature", Yearbook of Science and the Future, Chicago: 1986, pp. 221-235. Benford se lamenta con buen criterio de que haya sido la criatura de Mary Shelley, y no algún tecnohéroe de Julio Verne del tipo del capitán Nemo, quienes hayan ocupado el lugar del científico en la conciencia colectiva.

(3) Shelley, M., Frankenstein, Barcelona: Bruguera, 1984, p. 64.

(4) Wells, H. G., en The Complete Science Fiction Treasury of H. G. Wells, Nueva York: 1978, p. 73.

(5) Domínguez, Antonio, "Filmografía seleccionada de Frankenstein", en Mitemas, III (1995), p. 58, tanto para este punto como para el resto de filmografía sobre Frankenstein.

(6), Wells, H. G., en The Complete Science Fiction Treasury of H.G. Wells, ed. cit., p. 187.

(7) Michael Chrichton, Parque Jurásico, Barcelona: 1990, p. 497.


La imagen que ha permanecido en el público de 2.001 Odisea del espacio es que en el futuro, y como sigan así las cosas, las máquinas como HAL (según los expertos en elucubraciones, HAL es IBM con una letra avanzada: La H por la I, la A por la B y la L por la M) dominarán a los hombres contra su voluntad; formarán un ejército y destruirán o esclavizarán a la humanidad.

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