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[Esta entrevista pertenece al libro de Miguel Catalán  titulado Conversaciones valencianas, publicado en Valencia en 1995 por el Consell Valencià de Cultura (Generalitat  Valenciana). El libro consta de las siguientes entrevistas: Francisco Lozano, Aguilera Cerni, Ferrando Badía, María Beneyto, Gómez Sacanelles, José Climent, Vicent Andrés Estellés, Jaime Sieres, Benjamín Narbona, López Artiga, Leopoldo Peñarrocha, Juan Gil-Albert, E. Primo Yúfera, Cardenal Tarancón, Xavier Casp, Fernando Montero, Alex Alemany, Manuel Vicent, Gil Barberá, Francisco Brines, Mª Teresa Oller, Joaquín Michavila, Giner Boira, Jaime Siles, Julián San Valero y Antonio Ferrandis].

Manuel Vicent es un espigado hombre de mundo muy amable y atento en las presentaciones; luego, cuando se encare al público para recitarle sus prosas (en estas fechas Vicent recorre las Universidades españolas con el espectáculo Taller de columnas y canciones, junto a Amancio Prada) se hará esfinge quieta en el escenario y fina estatua policromada; para entonces su semblante atendido por el salitre ya habrá estacionado sobre esa perilla blanca de cabra picassiana que, convenientemente recortada, le da un aire tan mefistofélico.

            Este valenciano que esculpe sin prisa columnas de bronce en un periódico de Madrid acaba de publicar Contra Paraíso, una novela que biografía sus primeros diez años de vida en Vilavella; también A favor del placer, una selección de sus columnas periodísticas.   

 

-Vayamos con Contra Paraíso. ¿Por qué el título?

-Yo iba a titularlo El libro de los cinco sentidos porque son unas memorias de infancia donde aparece el primer contacto con los elementos naturales. Puesto que todas las infancias se entrecruzan, cualquier lector se reconocerá allí. Para mí la infancia es el paraíso y el este del Edén el hecho de crecer, de hacerse mayor; como este paraíso mío radica en la posguerra, en la idea contradictoria del título quise dar a entender que aquello era paraíso al mismo tiempo que infierno.

-Ese infierno no fue percibido por usted entonces; cuenta en sus primeras páginas que las bombas eran de lo más divertidas.

-Sí; las bombas eran frutos naturales, frutos que daba la tierra, el monte. Estaban allí sustancialmente. Lo que sucede es que hay un despertar al castigo y la culpa que se va abriendo poco a poco en el libro, como un estado de la atmósfera. 

-¿Cómo se ha empezado a leer el libro?

-El otro día recibí carta de un amigo de aproximadamente mi edad; me aseguraba que a su hermano, veinte años más joven que él, le había parecido tremendamente divertido, y sin embargo a él le parecía tremendamente triste; porque lo había vivido, claro. La preposición `Contra` denuncia un paraíso que no lo era en realidad, aunque tuviera muchos elementos suyos: el placer, el despertar de la conciencia...

-Leemos en Vicent una sensualidad mediterránea, valenciana, de ilustres precedentes; ¿se siente cerca de Azorín, Miró o Gil-Albert?

-Esos autores y yo mismo estamos influidos por las mismas sensaciones, pero ellos no influyeron directamente en mí.

 Albert Camus me influye en las sensaciones del verano mediterráneo, y en otras, con sus libros de Argelia; también El moralista de André Gide; toda esa literatura francesa inmoralista de las sensaciones primeras me sugirió más que los autores que cita. He tenido un rechazo natural a Miró, porque ví que sus sensaciones eran tan parecidas a las mías... no he querido entrar en una despensa donde sé que están todos mis alimentos. En Azorín es distinto: leí casi todo lo suyo en mi adolescencia y le admiraba mucho como un constructor del lenguaje; sin embargo, no me interesan sus vivencias.

-¿Cuánto hay de verdad creída y cuánto de invención voluntaria en la novela? ¿Es cierto que encontró el cadáver de un soldado con el casco florecido y un ejemplar de Corazón de Edmundo d'Amicis en el macuto? ¿O que un convecino hipnotizado en una sesión de teatro salió del local para no volver nunca al pueblo?

-Sí, sí, son verdad. Hay algunos errores de los que me he percatado después, pues yo este libro lo he escrito con pureza; no he querido investigar, sino escribir las cosas tal como las recordaba. No quise investigar antes para que esa pureza de la memoria no se enturbiara.

-¿Se refiere a preguntar a los testigos?

-Esos recuerdos que yo tenía se podían ampliar, porque hay gente mayor que vivía entonces en Vilavella y hubiera podido incrementar, concretar y hasta corregir los datos que yo doy.

 Pero yo quise escribir lo que recordaba; tal vez acontecimientos que no sucedieron en realidad pero que se contaban entonces en Vilavella como si hubieran sucedido. Yo nací en el 36, pero integré en la novela acontecimientos de la guerra, porque obedecen a la memoria colectiva.

-Su padre, terrateniente de derechas, atrapado en el piso alto mientras la planta baja se convertía en oficina militar republicana.

-Eso era mi casa. Los jornaleros iban todas las noches a hablar de la faena del día siguiente y los sábados, a cobrar.

 La planta baja fue requisada en la guerra y mi padre permaneció escondido en el piso alto hasta el final.

 

            Vicent, me doy cuenta de ello mientras habla, tiene los ojos claros y duros del espejismo marino, a mí me ha gustado pensar por un momento que como los de aquellos paisanos que iban en carreta a las cuevas de Vinromá para que la Virgen obrara el milagro de acabar con la posguerra.

 

-Prosigamos con la vida. Es usted licenciado en derecho, aunque no terminara la filosofía. ¿Por qué ese llevar la contraria a tantos seres razonables que terminaron filosofía, que era lo divertido, y se quedaron a medias en el pestiño de derecho? Un freudiano se apresuraría a señalar el estado hipertrofiado de su su super-yo.

-Ví que la filosofía no conducía a ninguna parte, excepto a la duda, y entonces terminé con Derecho.

-¿Le llevó a alguna parte el Derecho?

-No, tampoco.

            Cuando Vicent da estas respuestas tan cortantes y se queda mirando a la pared como si nada, uno ve cuánto le debe a las noches de póker con humo y alcohol. Esta vez, muy seguro de la jugada, prefiere rematar el farol.

-Tampoco me llevó a ninguna conclusión.

-Usted da el salto con el premio Alfaguara de novela por  Pascua y naranjas.

-Era la única salida por aquel entonces. No había otra forma de publicar un inédito. Y como en el premio interviene mucho la suerte, me supuso encontrar fácil lo que para otros era muy difícil. Hoy es distinto, y si un joven tiene una novela medio aceptable, la publica.

-En La balada de Caín usted contradice la voz del padre; asigna a Caín el papel de bueno y deja para el infeliz de Abel el papel de malo.

-No de malo, sino de regresivo. Es el mito de la agricultura contra el pastoreo. La agricultura -Caín era agricultor- supuso el gran avance económico sobre la trashumancia del pastoreo. Cuando Caín cultiva y domestica, doma la tierra, se asienta sobre ella, y a partir de entonces empieza la evolución de la humanidad; las artes y los oficios.

-Quisiera hablar de su gramática. La depuración de la sintaxis hace que en la página 12 de Contra Paraíso salte un párrafo de 10 líneas sin una sola coma. ¿Malabarismo?

-Yo padezco de la obsesión contraria: la obsesión de que las cosas que escribo se entiendan.

-¿Le parece que sobran comas en la escritura corriente?

-Yo no las necesito. Utilizo una oración principal con muy pocas subordinadas y, eso sí, todos los elementos posibles de la oración principal.

-Tengo apuntado "crepitaban todos los carmelitas amontonados rezando" (p. 182), sin poner entre comas el inciso de que los carmelitas, cuando ardían, rezaban, dejando aparte el de que, cuando ardían y rezaban, lo hacían amonotonados. Aquí los incisos desaparecen para convirtirse en complementos al mismo nivel que el complemento directo.

-La estructura de los carmelitas amontonados rezando es una estructura muy valenciana, yo diría que muy provenzal: eso no es castellano. La manera de pensar, la estructura de pensamiento mía, que soy valencianohablante desde niño, es valenciana, como lo es también mi sintaxis.

-Su novela es una autobiografía con cierto género, nada contemporáneo, de decencia: en vez de adornarse con algunos temas delicados, usted prefiere dejarles impresa una señal de fe de vida, pero sin desarrollarlos. Me refiero al sexo.

-Tenga en cuenta que la historia termina a los diez años del niño, y a esa edad el sexo es muy puro. No he querido hacer morboso lo que no lo era, porque hasta los diez años el sexo es así; no he querido inventarme cosas que no sucedieron.

-Tiende usted a una prosa cuasilírica. ¿No ha tentado las carnes de la poesía?

-No, nunca. Creo que no lo sé hacer; además, me daría mucha vergüenza. La poesía es una cosa de juventud, y sobre todo de primera juventud. Lo mejor que han hecho los grandes poetas ha sido hasta los veinticinco años; como la poesía opera con intuiciones y un cerebro muy limpio, todo lo que viene después de los treinta tiende a empeorar.

-Vayamos con su faceta articulística. Decía Borges que el periodismo se basaba en la falsa creencia de que cada día pasa algo. Una pregunta que siempre me hago de los columnistas de colaboración diaria es: ¿qué escriben el día en que no hay nada que escribir?

-Ese día en que a uno no se le ocurre nada, uno escribe palabras; palabras inútiles. Lo que dice Borges es cierto, pero que los hechos ocurran también depende del articulista, y entonces el articulista es quien crea la noticia y el mundo.

 El articulista escribe un sentir propio que, además, no depende de la actualidad inmediata. Yo creo que Borges va hacia la boutade -como todas las suyas, inteligente y cínica- de que todo lo que sucede carece de importancia, y que por lo tanto nunca sucede nada. Pero la verdad es que sí sucede, y mucho: te das cuenta de ello cuando vuelves después de un mes en el extranjero, porque durante dos o tres días no sabes de qué están hablando a tu lado. Pero lo que quiere decir Borges es que tales cosas carecen de importancia.

-Es usted uno de los pocos que escriben en un periódico sin someterse al dictado del día.

-Yo me he propuesto no hablar de la política diaria. Además, soy un articulista de domingo. El lector del domingo, aunque sea el mismo lector del jueves, es un lector distinto, porque su actitud respecto al periódico es distinta; más relajada y menos apresurada. Hay una sociología de ese lector de fin de semana que prefiere empezar a cabrearse el lunes y que el domingo le hablen de otras cosas. Yo hago literatura en el periódico.

-¿Con un artículo diario su columna sería tan acabada?

-No sería tan fácil.

-¿Lo aceptaría a cambio de una agradable sorpresa en la cuenta corriente?

-No lo aceptaría; además, tampoco el lector lo soportaría.

 Creo que lo soportaría tan mal que llegaría a no leerla.

-A favor del placer es la recopilación de columnas periodísticas. El título ¿declara su filosofía de la vida?

-Sí. El libro va a ese favor. El libro no lo he hecho yo, sino  un señor que ha escogido ciento y pico columnas de los últimos años, de forma que el todo discurra como una narración. Y pasa de un tono inicial catastrofista a una salida placentera.

-¿Qué es el periódico para un escritor como usted: un modo de vida, un vehículo de expresión o ambas cosas?

-Para mí, un medio de expresión. Es el vehículo más moderno, más directo. La relación entre escritor y público es inmediata y la reacción la siente por tanto de manera inmediata, sea para bien o para mal. La prisa inherente al periódico es también excitante: agudiza la imaginación. El libro tiene otro ámbito y otro ritmo, pero a mí lo que me gusta de verdad es que me dejen hacer literatura en el periódico. Sin atosigar, pero que me dejen.

-En Por la ruta de la memoria cuenta usted sus viajes por las capitales del mundo. ¿Dónde se ha encontrado más a gusto?

-Allí donde me encontraba más a gusto conmigo mismo; en ese momento y en ese lugar (piensa). Lo que voy a decir va a sonar un poco raro, ero a mí lo que más me gusta es España. Sí, cada día más.

-¿Cuando está lejos?

-No. Aunque yo fuera extranjero, después de dar varias vueltas al mundo habría llegado a la conclusión de que éste es un buen país para quedarse. Con todos sus problemas y sus dificultades: para lo que hay por ahí fuera, es un buen país.

 Cuando vas a la India, la encuentras dura y excitante, pero cuando vuelves te das cuenta lo bien que se está en casa.

-¿Cómo ha viajado?

-Antes viajaba de cualquier manera a los lugares más inmundos; hoy, allí donde no haya un hotel inglés ya no me verán.

-Se ha repetido de usted que es un escritor de esencias, o esencial, pero, a no ser que tomemos "esencia" en su sentido olfativo, a mí me parece justo lo contrario: un maestro de los accidentes (el sabor, el olor, el tacto de las cosas) a menudo entremezclados.

-La esencia está en la piel.

-¿Qué puede llevar a un nihilista a la disciplina ascética que usted lleva a cabo en la escritura?

-El nihilismo exige una ascética. Para no creer en nada se necesita mucha fuerza. Pero yo no creo ser nihilista; lo que yo trato de ser es relativista. Darle a cada cosa un puesto en una escala de valores única.

-¿Hay un valor último o que trascienda?

-No lo creo (piensa y rectifica)... no lo sé. La transmisión de las cosas valiosas a través de las generaciones es lo que trasciende; cuando ese algo que tú has sentido de belleza o bondad lo transmites a cierta gente para que a su vez pueda transmitirlo a través de las generaciones; pero no a otro mundo, sino al futuro de éste. Ser inmortal o hacer el bien de forma eterna significa que ese bien se transmita, siempre dentro de tu pequeña parcela y sin querer salvar el mundo por tí solo.

-Escritor caústico, ¿contra qué esa actitud?

-Caústica es la sosa.

-Usted me entiende.

-Depende de la sensibilidad del lector; si tiene la piel muy fina, es posible que le llame la atención; si tiene la piel normal, no se la llamará.

-También hay un criterio de eficacia; es más eficaz decir las cosas con rotundidad que de manera optativa o dubitativa, y usted (yo había escrito "me parece que usted", pero con lo que viene ahora he preferido echar mano del Tipp-ex) lleva esta regla a rajatabla.

-Sí. Todos los condicionales y los "yo diría" y "a mi me parece que" son formas incorrectas de hablar.

-Esa idea va en contra de la corriente actual de la ficción.

-Los que hablan mal son los políticos. La duda hay que expresarla correctamente, y con sus propias reglas.

-Lo digo porque algunos expertos indican que la tendencia más clara en la novela española de los últimos diez años era la duda, la indefinición.

-No tengo idea, porque no sigo la novela. Además, clasificar las cosas equivale a matarlas.

-¿No lee novela actual?

-No.

-¿Qué lee?

-Lo que me gusta. Y lo que me gusta, lo releo mucho. Novela no leo casi, entre otras cosas porque no quiero verme influido en lo que escribo; lo que te decía de Miró lo mantengo de la narración en general. Pretendo fabricar una narración que sea la mía, donde no haya escuelas, ni tendencias, ni capillas, ni nada. Que mi voz, buena o mala, sea la que se oiga.

-Le preguntaba por las lecturas más frecuentes.

-Leo mucho ensayo, historia, biografía.

-Lo que dice es poco habitual; el biógrafo es el que suele leer mucha biografía, y el novelista mucha novela.

-De hecho, yo no he aprendido a escribir novela porque no he sido muy aficionado a leerla.

-Y ese hábito se adquiere en los años de formación.

-Yo diría que a partir de cierta edad, la novela ya no se debe leer. Josep Pla decía que quien lee una novela a partir de los 35 años era un... no sé cómo lo llamaba... un inútil, creo.

 Pues eso, es un inútil. Yo leo clásicos latinos, griegos, historia.

-¿Poesía?

-Poesía, mucha. Muchísima.

-Todo aquel género que no va a practicar.

-Exactamente. Si leo novela reciente (yo he leído las novelas fundamentales, claro) y veo que me sobrepasa, que es maravillosa, al saber que no la voy a poder superar ya no me estimula. Y si es muy mala, tampoco me dice nada -bueno, sí, me dice que si ese idiota ha sido capaz de publicar un libro, ya lo puede publicar cualquiera-; así que no, no, a mí me conviene mucho más leer a Hölderlin.

 

            A Manuel Vicent se le nota incómodo con tanto aplauso: al terminar su lectura pública, hace mutis por el foro en cuanto puede y deja a Amancio con el personal caliente. También al acabar nuestra charla hemos intercambiado unos números de siete cifras en el silencio más áspero y rugoso, uno de esos silencios que esconden en el cofre de su cáscara la dulce molla de la nuez.