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Discurso pronunciado ante las Asociaciones Literarias del Dartmouth

College el día 24 de julio de 1838.

[Traducción publicada en: Caracteres literarios, II (1999), p. 83-99].

 

 

CABALLEROS: La invitación con que me han honrado a fin de que me dirigiera hoy a ustedes ha sido un requerimiento tan bienvenido que me ha faltado tiempo para obedecerlo. El llamamiento para celebrar con universitarios un festival literario es tan seductor para mí que acalla cuantas dudas hubiera podido albergar sobre mi habilidad para ofrecerles algún pensamiento digno de su atención. He alcanzado ya la mitad de la vida reservada a los hombres, y creo sin embargo que no me siento hoy menos alegre u optimista al encontrarme con los estudiosos que cuando, siendo un niño, vi por primera vez a los profesores de mi propio College celebrando juntos su aniversario. Ni los años ni los libros han podido entretanto extirpar la predisposición que entonces arraigó en mí, según la cual un erudito es el favorito del Cielo y de la tierra, la excelencia de su país, el más feliz de los hombres. Sus obligaciones lo conducen directamente al lugar sagrado adonde las aspiraciones de otros sólo pueden apuntar. Sus éxitos proporcionan las más puras alegrías a los hombres. Ojos son él para el ciego, pies para el lisiado. Sus fracasos, si es honrado, abren las puertas a mayores logros. Y como el erudito, a cada uno de sus pensamientos, extiende más su dominio sobre el espíritu general de los hombres, no es un individuo, sino muchos. Los pocos eruditos de cada país cuyo talento conozco no me parecen ser personas, sino sociedades; y cuando ocurren acontecimientos de gran importancia, tengo por naciones enteras a estos representantes de una opinión en la que tanto influyen; y, aun cuando sus conclusiones no pudieran comunicarse, aun cuando permanecieran encerradas en su propio espíritu, el intelecto alberga algo tan sagrado en sus posesiones que el solo hecho de su existencia y actividad ya constituiría un feliz presagio.

         Sé bien no obstante que prevalece en este país una valoración muy diferente de la profesión de erudito, y cómo la importunidad con que la sociedad reivindica sus prerrogativas sobre los jóvenes tiende a pervertir la idea que la juventud alberga respecto de la cultura y el intelecto. De ahí el fracaso histórico, tan ampliamente comentado en Europa y América. Nuestro país no ha sido capaz de realizar lo que parecían  las razonables expectativas de la humanidad. Una vez los hombres rompieron en pedazos todas las vendas y correas feudales, dieron en creer que la naturaleza, demasiado tiempo madre de enanos, debería concederse una satisfacción a sí misma engendrando una progenie de Titanes que iban a correr y saltar por el continente, y a escalar las montañas del Oeste con la misión del genio y el amor. Pero la impronta del mérito norteamericano en pintura, en escultura, en poesía, en ficción, en elocuencia parece ser la de una cierta gracia sin grandeza, y no nueva en sí misma, sino derivada; un jarrón de fino dibujo, pero vacío, y cuya esencia parece encontrarse en cuanto hay en él de ingenio y carácter, pero que no se desborda con terrible belleza cual la nube cargada que resplandece sobre todo espectador.

         No quiero perderme en cuestiones inconexas sobre los límites y las causas del hecho. Básteme decir que, en general, la falta de confianza de la humanidad en su alma ha invadido el espíritu americano; que los hombres aquí, como en todas partes, son reacios a la innovación y prefieren cualquier antigüedad, cualquier costumbre, cualquier librea que produzca posición o ganancia, al servicio improductivo del pensamiento.

         Sin embargo, la prudencia entiende como razonable el servicio al pensamiento, y como insano el despotismo de los sentidos. El erudito puede perderse en escuelas, en palabras, y convertirse en un pedante; pero cuando comprende sus deberes es por encima de todo un realista, y conversa con las cosas. Pues el erudito es el estudioso del mundo, y su valor se cifra en el valor que posea el mundo, y su vocación en el interés por abordar el alma humana. La indigencia de estos tiempos y la oportunidad de este aniversario coinciden en la necesidad de dirigir la atención a la doctrina de la Etica Literaria. Lo que tengo que decir sobre esta doctrina se resume en tres apartados: el de los recursos, el del objeto y el de la disciplina del erudito.  

I -  Los recursos del erudito son proporcionales a su confianza en los atributos del Intelecto. Tales recursos son coextensivos con la naturaleza y la verdad, a las que sin embargo no podrá hacer suyas a menos que las reclame con igual grandeza de espíritu. No podrá conocerlas hasta que no contemple con reverencial temor la infinitud e impersonalidad del poder intelectual. Cuando haya comprobado que este poder no es suyo, que no es de nadie, sino del alma que hizo el mundo, y que le resulta accesible, sabrá que, como su ministro, puede extender su dominio sobre todas las cosas subordinadas a y afectadas por ella. Divino peregrino en la naturaleza, todas las cosas escuchan sus pasos; sobre él discurren las constelaciones celestes, sobre él discurre el tiempo, como lo hace sobre ellas al dividirlas en meses y años. Él aspira el año como un vaho; su aliento de fragante estío, su destellante cielo de enero. Y los grandes acontecimientos de la historia, en brillante transfiguración, se introducen así en su mente, para adquirir en ella un nuevo orden y una nueva escala. Él es el mundo, y las épocas y los héroes de la cronología son imagénes pictóricas donde se han expresado sus pensamientos. No hay acontecimiento que no proceda de alguna región del alma del hombre y que el alma del hombre, por tanto, no pueda interpretar. Todo presentimiento de la mente se ejecuta en algún lugar en forma de hecho gigantesco. ¿Qué otra cosa son Grecia, Roma, Inglaterra, Francia, Santa Elena? ¿Qué otra cosa las iglesias, las literaturas, los imperios? El hombre nuevo debe sentir que es nuevo y que no ha venido al mundo hipotecado por las opiniones y usos de Europa, Asia y Egipto. El sentido de la independencia espiritual es como el amable barniz del rocío por el cual la vieja, dura y pálida tierra, y sus viejos frutos, nacen de nuevo cada día y brillan con el último toque de la mano del artista. La falsa humildad, la complacencia hacia las escuelas existentes o hacia la sabiduría de la antigüedad, no debe impedirme la suprema posesión del momento actual. Si alguna persona profesa menos amor a la libertad, o menos celo para preservar su integridad, ¿debe forzarnos a ti y a mí a seguir su dictado? Digamos a tales doctores: les estamos  agradecidos, como agradecidos estamos a la historia, a las pirámides y a los escritores; pero ahora ha llegado nuestro día; nosotros hemos venido al mundo desde el eterno silencio, y ahora vamos a vivir —vivir por nosotros mismos—, y no como los portadores del féretro en un funeral, sino como los defensores y creadores de nuestra propia época; y ni Grecia ni Roma, ni las tres unidades de Aristóteles, ni los tres reyes de Colonia, ni el Colegio de la Sorbona, ni la Edinburgh Review van a darnos órdenes por más tiempo. Ahora que estamos aquí, vamos a emprender nuestra propia interpretación de los hechos, y a producir los hechos mismos que han de ser interpretados. Complázcanse ellos con las lisonjas que a sí mismo prefieran dispensarse; respecto a mí, las cosas han de tener mi escala, no la suya. Diré como aquel monarca combativo: “Dios me dio esta corona, y ni siquiera el mundo entero podrá arrebatármela”.

         Todo el valor de la historia y de la biografía consiste en elevar mi autoconfianza, demostrando cuánto puede ser y hacer un hombre. Esta es la moral de los Plutarco, los Cudworth, los Tennemann, que nos dieron la historia de los hombres o de las ideas. Cualquier historia de la filosofía fortalece mi fe, mostrándome que los sublimes dogmas que yo suponía ser el raro y tardío fruto de una cultura acumulativa, y sólo posibles en la actualidad para algún reciente Kant o Fichte, eran en realidad las tempranas improvisaciones de los primeros investigadores; de Parménides, Heráclito y Jenófanes. En presencia de estos investigadores, el alma parece murmurar: “Hay un mejor camino que este indolente aprender de otro. Dejadme solo; no me déis lecciones de Leibniz o Schelling, y yo lo encontraré todo a partir de mí mismo”.

         Todavía debe más el fortalecimiento de nuestra esperanza a la biografía. Si quieres conocer el poderío del carácter, piensa cuánto empobrecerías el mundo en el caso de que borraras de la historia las vidas de Milton, Shakespeare y Platón. Haz desaparecer a estos tres; ¿no ves cuán menor sería el poderío del hombre? Yo me consuelo de la pobreza de mis propios pensamientos, de la escasez de grandes hombres, de la malignidad y estupidez de las naciones, volviendo a estos sublimes recuerdos y comprobando cómo el alma prolífica puede engendrar en la naturaleza —viendo lo que fue Platón, y Shakespeare, y Milton— estos tres hechos incontestables. Entonces me atrevo; también yo voy a intentarlo. El más humilde, el más desesperado, puede ahora alentar su pensamiento y abrigar esperanzas a la vista de estos hechos radiantes. Pese a todos los lamentables engendros que chillan y farfullan por las calles, a pesar de la negligencia y de la culpa, a pesar del ejército, los bares y las cárceles, han existido estas gloriosas manifestaciones del espíritu; y quiero agradecer tan sinceramente a mis hermanos mayores por la admonición que representa su sola existencia como para esforzarme también en ser justo y valiente, en tener ambiciones y tomar la palabra. También me hace valiente Plotino, y Spinoza, y los inmortales bardos de la filosofía, cuanto han escrito con sufrido coraje. No quiero volver a apartar con precipitación las visiones que fulguran y resplandecen en mi cielo, sino por el contrario observarlas, aproximarme a ellas, domesticarlas, alimentarlas y sacarlas del pasado, genuina vida para la hora presente.

         No olvides cuando veas en estas vidas un ejemplo para la esperanza y el estímulo que cada genio admirable es un buceador con éxito en este mar cuyo fondo de perlas te pertenece en propiedad. La empobrecedora filosofía de esta época ha subrayado las distinciones de lo individual, y no los atributos universales del hombre. El joven, embriagado con su admiración por el héroe, no comprende que lo que admira es sólo una proyección de su propia alma. En soledad, en un pueblo remoto, el joven ardiente gandulea y se lamenta. En esta soñolienta vida silvestre ha leído con ojos brillantes la historia del emperador Carlos V, y su fantasía le hace traer a los bosques circundantes el lejano rugir de  los cañones en el Milanesado y las marchas en Alemania. Experimenta deseos de vivir los tiempos de ese hombre. ¿Qué colmó esos tiempos? ¿Las órdenes imperiosas, las severas decisiones, los documentos de embajada,  la etiqueta castellana? El alma responde: ¡Aquí están esos tiempos! En la visión de estos bosques, en la placidez de estos campos pardos, en la fresca brisa que resuena en estas montañas septentrionales; en los trabajadores, los niños, las muchachas, ahí los encuentras; en las esperanzas de la mañana, el tedio del mediodía, los paseos de la tarde; en las turbadoras comparaciones, en las lamentaciones que buscan darse ánimos; en la gran idea y en su insignificante ejecución; he aquí los tiempos de Carlos V; otros, pero los mismos; he aquí los tiempos de Chatham[1], Hampden[2], Bayard[3], Alfred[4], Escipión, Pericles; los tiempos de todos aquellos que nacieron de mujer. La diferencia de circunstancias es meramente exterior. Estoy saboreando la misma vida —su dulzura, su grandeza, su dolor— que tanto admiro en otros hombres. No preguntes insensatamente por el insondable, derruido pasado que no puede hablarte, por los detalles de esta naturaleza, de ese tiempo llamado Byron o Burke. Pregunta más bien por el envolvente Ahora; cuanto más curiosamente inspecciones sus evanescentes bellezas, sus maravillosos detalles, sus causas espirituales, su pasmoso todo, tanto más dominas la biografía de este héroe, y de aquél, y de todo héroe. Sé señor en tu hora, mediante la sabiduría y la justicia, y harás palidecer a tus libros de historia.

         El indicio de estos amplios derechos es fácilmente reconocible en lo heridos que se sienten los hombres cuando alguien pretende poner límites a sus posibles progresos. Nos ofende cualquier crítica que nos veda algo situado en nuestra línea de avance. Dígasele a un hombre de letras que no puede pintar una Transfiguración, o construir un buque de vapor, o llegar a mariscal, y no se sentirá rebajado. Pero niéguesele cualquier cualidad de poder literario o metafísico, y se ofenderá. Concédasele el genio, que es una especie de plenum estoico que anula el comparativo, y quedará satisfecho; pero concédansele talentos excepcionales, negándole el genio, y entonces se sentirá agraviado. ¿Qué significa todo esto? Simplemente que el alma confía, por instinto y presentimiento, en poseer todo poderío en la dirección que ha elegido, tanto como las habilidades específicas que ya haya adquirido de hecho.

         Para llegar a conocer verdaderamente los recursos del erudito no hemos de contentarnos con utilizar nuestras limitadas habilidades, tales como la facultad de obrar con palabras esta o aquella proeza, sino que debemos hacer votos por el más alto poder y acceder, si es posible, a las visiones de la verdad absoluta mediante la observación y el diligente amor. El progreso del intelecto es estrictamente análogo en todos los individuos. Su potencialidad es vastísima. Los hombres de talento, en general, tienen buenas disposiciones y respetan la justicia debido a que un hombre de talento no es otra cosa sino una organización buena, libre, vascular, dentro de la cual fluye libremente el espíritu universal; de tal manera su fondo de justicia es no sólo vasto, sino infinito. Todos los hombres son, en general, justos y buenos; lo que los entorpece en particular es el momentáneo predominio de lo finito e individual sobre la verdad general. La condición de nuestra encarnación en un yo privado parece ser una tendencia perpetua a preferir el derecho privado, a obedecer el impulso privado, a la exclusión del derecho del ser universal. El héroe es grande debido al predominio de la naturaleza universal; sólo tiene que abrir su boca, y habla; sólo ha de verse impelido a actuar, y actúa. Todos los hombres captan las palabras o abrazan las acciones con el corazón porque la naturaleza universal es tanto de él mismo como de todos los demás. Pero la enfermedad consistente en un exceso de complicación los engaña sobre asuntos semejantes. Nada es más simple que la grandeza; de hecho, ser simple es ser grande. La visión del genio se alcanza mediante la renuncia a la actividad en exceso oficiosa de la inteligencia y a la decisión de privilegiar amplia y generosamente al espontáneo sentimiento. Cuanto es vivo y genial en el pensamiento avanza por ese camino. Los hombres muelen y muelen en el molino de la obviedad, y no sacan nada que no hubiera antes de ponerse a moler. Pero en el momento en que abandonan la tradición a favor del pensamiento espontáneo, entonces la poesía, el ingenio, la esperanza, la virtud, la enseñanza, la anécdota, todo acude en tropel en su auxilio. Observemos el fenómeno de un debate espontáneo. Un hombre de espíritu cultivado, pero hábitos discretos, está sentado en silencio, admirando el milagro del discurso libre, apasionado, evocador, del orador que se dirige a su audiencia: ¡un estado de existencia y de poder tan diferente al suyo! Enseguida, sus propias emociones afloran a sus labios y se derraman en palabras. También él puede subir y decir algo. Una vez lanzado, una vez superada la novedad de la situación, encuentra tan fácil y natural hablar —hablar con pensamientos, con imágenes, con el equilibrio rítmico de las oraciones— como fácil le era estar sentado y en silencio, pues no precisa hacer algo, sino dejar que suceda. Sólo se adapta al libre espíritu que felizmente se expresa a través de él, y el movimiento le resulta tan fácil como la quietud.

 

 II -   Voy a considerar ahora la tarea que se presenta al intelecto de este país. La visión que he dado de los recursos del erudito presuponen su amplitud. Pero no hemos hablado de su abundancia. No hemos prestado atención a la invitación que nos ofrecen. Ser tan buen erudito como lo son los ingleses, tener tantos conocimientos como nuestros contemporáneos, haber escrito un libro ampliamente leído; tales cosas nos satisfacen. Creemos que todo pensamiento ha sido hace ya tiempo expuesto en los libros y toda imaginación en los poemas; y que, cuando decimos algo, lo único que hacemos es confirmar este cuerpo literario supuestamente completo. Una suposición muy superficial. Digamos más bien que toda literatura está todavía por escribir. Que la poesía apenas ha entonado su primer canto. La perpetua admonición que nos hace la naturaleza es: “El mundo es nuevo, inexplorado. No creas el pasado. Hoy te doy un universo virginal”.

         A través de la poesía latina e inglesa, fuimos concebidos y criados en un oratorio de loas a la naturaleza —flores, pájaros, montañas, sol y luna—; pero los naturalistas de hoy en día encuentran que no saben nada, a partir de todos estos poemas, de ninguna de estas hermosas cosas; que han conversado con la mera superficie de todas ellas, y que nada conocen de su esencia, de su historia. Un examen ulterior descubrirá que nadie, ni siquiera aquellos poetas canoros, sabía nada auténtico de la hermosa naturaleza que tanto elogiaban; que se contentaban a sí mismos con el fugaz gorjeo de un pájaro, que habían visto uno o dos amaneceres y que miraron con apatía la salida del sol, y que repetían estúpidamente en su canto estos escasos vislumbres. Pero intérnate en el bosque y lo encontrarás todo flamante y por describir. El chillido del ganso salvaje volando de noche, la delgada nota del simpático herrerillo durante un día de invierno, el enjambre de moscas en otoño cayendo de sus altas luchas en el aire, tamborileando en las hojas como lluvia; el airoso siseo del pájaro del bosque; el pino diseminando su polen para beneficio del próximo siglo; la trementina que fluye de los árboles; y, además, cualquier vegetación, cualquier movimiento; cualquiera y todos ellos, por igual inesperados. El hombre que se encuentra a la orilla del mar o que pasea por los bosques semeja el primer hombre que ha estado a la orilla del mar o ha entrado en una arboleda, tan nuevas y extrañas son sus sensaciones y su mundo. Mientro leo a los poetas pienso que nada nuevo puede decirse acerca de la mañana y de la tarde. Pero cuando veo rayar el alba no me acuerdo de esas imágenes homéricas, o shakespearianas, o miltonianas, o chaucerianas. No; pero siento acaso el dolor de un mundo ajeno; un mundo todavía no sometido al pensamiento;  o bien me siento entusiasmado por el momento húmedo, tibio, brillante, primitivo, melodioso que abate los estrechos muros de mi alma y extiende su vida y su latir hasta el mismo horizonte. Esta es la mañana que difumina por un luminoso momento este cuerpo enfermo y lo hace tan grande como la propia naturaleza.

         La oscuridad del mediodía del bosque americano, las montañas aborígenes profundas y llenas de ecos, donde las columnas vivas del roble y el abeto se alzan sobre las ruinas de los árboles milenarios, donde el águila y el grajo jamás divisan intrusos en sus dominios; los pinos, cubiertos de musgo, tocados por la gracia de las violetas a sus pies; las anchurosas y frías tierras bajas, que forman su coraza de vapor con el silencio de la cristalización subterránea y donde el viajero, entre las plantas repelentes nativas de los pantanos, piensa con terror placentero en la lejana torre; esta belleza, árida y salvaje, que la luna y el sol, la nieve y la lluvia  repintan y transforman, nunca ha sido esculpida por el arte, aunque a ningún visitante deja indiferente. Todos los hombres son poetas en su corazón. Y aunque utilizan a la naturaleza en su beneficio, en ocasiones su encanto los conquista. ¿Qué significan sino esos viajes al Niágara, esos peregrinajes a las White Hills? Los hombres creen siempre en la capacidad de adaptación de la utilidad; en las montañas, pueden creer en la capacidad de adaptación del ojo. Indudablemente, los cambios geológicos tienen que ver con el venturoso crecimiento del maíz y de los guisantes en mi huerto; pero no es menor la relación de belleza que existe entre mi alma y los oscuros peñascos entre nubes del Agiocochook. Todo hombre escucha con alegría estas palabras, pero su propia conversación con la naturaleza aún está por celebrarse.

         ¿Ocurre de otra manera con la historia? ¿No es una lección de nuestra experiencia que todo hombre, si su vida fuera lo suficientemente larga, podría escribir la historia por sí mismo? ¿Qué otra cosa indican esos volúmenes de compendios y comentarios que escribe todo erudito? La historia griega es una cosa para ti y otra distinta para mí. La historia griega y romana ha sido escrita de nuevo desde la intervención de Niebuhr y Wolf. Y desde que Carlyle escribió la historia de Francia sabemos que ninguna historia a nuestra disposición es segura, sino que un nuevo organizador le dará una nueva y más filosófica disposición. Tucídides y Tito Livio no sólo han aportado materiales. Desde el momento en que un hombre de genio pronuncia el nombre de los pelasgos, de Atenas, de los etruscos, del pueblo romano, sentimos su existencia bajo un nuevo aspecto. Y como en la poesía y en la historia, así en otros saberes. Hay pocos maestros, si hay alguno. La religión ha de ser fincada con firmes fundamentos en el pecho del hombre; y la política, y la filosofía, y las letras y el arte. Hasta el momento no tenemos otra cosa que indicios y preferencias.

         Este retirarse, este doblegarse de las mejores obras literarias al contacto con la inexorable naturaleza es especialmente observable en filosofía. Dependiendo de qué grado de afectación sufra, así cobrará su aspecto final. Tomemos por caso ese eclecticismo francés que Cousin estima tan concluyente; hay una ilusión óptica en él. Declara tener grandes pretensiones. Da la impresión de poseer toda la verdad en tanto posee todos los sistemas, como si no hubiera más que tamizar, lavar y colar para que el oro y los diamantes aparezcan en la última escurrida. Pero la verdad es un bien tan volandero, tan escurridizo, tan intransferible e incontenible que resulta no menos difícil de retener que la luz. En vano es querer cerrar las contraventanas tan rápidamente que se quede dentro toda la luz, pues ya se ha ido antes de que puedas gritar “te tengo”. Y lo mismo ocurre con nuestra filosofía. Traduce, coteja, destila todos los sistemas, no te servirá de nada; pues la verdad no puede ser impuesta por ningún método mecánico. Pero la primera observación que hagas en un acto sincero de tu naturaleza sobre la más insignificante fruslería puede abrir una nueva visión de la naturaleza y del hombre que, cual un ácido, disolverá todas las teorías; tomará Grecia, Roma, el estoicismo, el eclecticismo y cualesquiera otros como meros datos y materia de análisis, y reducirá todo tu sistema universal a una unidad diminuta. Un profundo pensamiento, sea donde fuere, clasifica todas las cosas; un profundo pensamiento te eleva al Olimpo. El libro de la filosofía es sólo un hecho, y no más inspirado que cualquier otro, y no menos; pero un hombre sabio nunca lo tendrá por algo definitivo y trascendente. Vé y habla con un hombre de genio, y la primera palabra que pronuncie pondrá todo tu sedicente conocimiento en su lugar. Entonces Platón, Bacon, Kant y el ecléctico Cousin descenderán hasta su condición de hombres y de meros hechos.

         No desearía bajo ningún concepto rebajar en el curso de estas observaciones  el mérito de estas o cualesquiera otras creaciones intelectuales; me limito a afirmar que ninguna de ellas impide o menoscaba cualquier nuevo intento, sino que más bien se tuercen y contraen cuando el alma las considera. La inundación del espíritu barre ante sí toda nuestra pequeña arquitectura de ingenio y memoria, como sombreros de paja arrastrados por un torrente. Las obras del intelecto son grandes sólo por comparación con otras; Ivanhoe y Waverley comparadas con las novelas de Radcliffe y Porter; pero ninguna es grande —ni siquiera las poderosas de Homero y Milton— ante la infinita Razón. Se las lleva como una corriente. Son como un sueño.

         Así se hace justicia a cada generación e individuo. La sabiduría enseña al hombre que no ha de odiar, temer o imitar a sus antepasados; que no debe compadecerse a sí mismo, como si el mundo fuera viejo y el pensamiento hubiera pasado de largo, y él hubiera nacido cuando las cosas empezaban a chochear; pues por gracia de la Divinidad el pensamiento se renueva a sí mismo inagotablemente cada día y el objeto sobre el que brilla, por mucho que sea polvo y tierra, constituye un nuevo tema de innumerables posibilidades.

 

III -    Habiendo tratado ya los recursos y el tema del erudito, de la misma manera corresponde afrontar ahora las reglas de su vida y ambición. Es bueno que el erudito conozca el mundo, pero sobre todo debe poseerlo poniéndose a sí mismo en armonía con la constitución de las cosas. Debe ser un alma solitaria, laboriosa, modesta y comprensiva.

         Debe abrazar la soledad como a una novia. Debe experimentar en soledad sus alegrías y tristezas. La medida de las cosas debe ser su propia valoración, su propia estima la única recompensa. ¿Y por qué razón ha de ser solitario y silencioso quien estudia? Porque ha de familiarizarse con sus pensamientos. Quien languidece en un lugar solitario suspirando por la multitud, por la exhibición, no está en un lugar solitario; su corazón está en el mercado; no ve; no oye; no piensa. Ahora bien, dédicate a cultivar tu alma; rechaza la compañía; adapta tus hábitos a una vida de soledad; entonces tus facultades crecerán y te colmarán, como los árboles del bosque y las flores del campo; obtendrás resultados que podrás exponer ante tus iguales cuando te encuentres con ellos, y que ellos acogerán gratamente. No hay que ir a la soledad sólo porque se puede volver enseguida a la vida pública. Tal soledad se niega a sí misma, es pública y viciada. Quienes viven en lo público pueden adquirir experiencia pública, pero aspiran a que el erudito llene su hueco de aquellas experiencias privadas, sinceras, divinas que ellos añoran a causa de su morar en las calles. La superioridad que se te pide es el pensamiento noble, humano, equilibrado que sólo confiere la soledad, no las multitudes. Lo esencial no es un aislamiento espacial, sino la independencia de espíritu, y solamente el jardín, la casa de campo, el bosque y la colina pueden ejercer una suerte de mecánica ayuda a este fin, puesto que son valiosos en sí mismos. Piensa a solas, y todos los lugares te serán amistosos y sagrados. Hasta los poetas que han vivido en ciudades fueron una suerte de eremitas. La inspiración engendra la soledad en cualquier punto. Puede ser que Píndaro, Rafael, Miguel Angel, Dryden, De Stäel vivieran entre multitudes, pero la multitud se evaporaba a sus ojos en el instante en que acontecía el pensamiento; sus ojos fijos en el horizonte —en un espacio vacío— olvidaban a los circunstantes; desdeñaban las relaciones personales; trataban con abstracciones, con verdades, con ideas. Estaban a solas con el espíritu. 

         Desde luego, no pretendo albergar ningún tipo de superstición acerca de la soledad. Que la juventud se valga de la soledad y de la sociedad. Que utilice ambas y que no sirva a ninguna. Si un alma genial evita la sociedad es con el propósito de encontrar la sociedad. Repudia lo falso, lo ayuno de amor a la verdad. Puedes aprender muy pronto cuanto la sociedad puede enseñarte. Su insensata rutina, la indefinida multiplicación de los bailes, conciertos, carreras, funciones no te van a enseñar más de lo que te pueden enseñar una pequeña cantidad de los mismos. Acepta entonces el consejo de la vergüenza, del vacío espiritual y de la esterilidad que te da la verdadera naturaleza y retírate, y ocúltate; cierra la puerta; asegura las contraventanas; da entonces la bienvenida a la lluvia que te aísla, amable ermita de la naturaleza. Evoca los espíritus. Eleva en solitario preces y alabanzas. Compendia y corrige la experiencia pasada; fusiónala con la nueva y divina vida.

         Ustedes me disculparán, Caballeros, si les expreso mi convicción de que necesitamos una regla escolar más dura, una especie de ascetismo como sólo la fortaleza y la devoción del erudito pueden hacer valer. Vivimos al sol y en la superficie —una existencia ligera, exterior, superficial— y hablamos de musas y profetas, de arte y creación. Ahora bien, ¿cómo podría crecer la grandeza en el seno de una forma de vida tan somera y frívola?

         Ahora ven, déjate llevar y enmudece. Sentémonos con las manos en la boca en una prolongada y austera purificación pitagórica. Vivamos en rincones, emprendamos tareas domésticas, y suframos, y breguemos, y lloremos con ojos y corazones que aman al Señor. El silencio, el retiro, la austeridad pueden atravesar profundamente la grandeza y el secreto de nuestro ser y, ahondando así en él, sacar a la luz desde su secular oscuridad las sublimidades de su constitución moral. ¡Qué valor podría albergar el hecho de existir como una mariposa de colores chillones en salones políticos o de moda, la insensatez de la sociedad, la insensatez de la fama, ser un tema para los periódicos, un pedazo de calle, y perder el derecho a la real prerrogativa de la chaqueta parda, la privacidad y el verdadero y cálido corazón del ciudadano!

         Fatal para el hombre de letras, fatal para todo hombre es el placer de la exhibición, de ese aparentar que destruye nuestro ser. Una confusión sobre la principal finalidad de su trabajo afecta a los hombres de letras, quienes, trabajando con el órgano del lenguaje —la más sutil, la más poderosa, la más duradera de las creaciones humanas, sólo cabalmente utilizada cuando es herramienta del pensamiento y la justicia—, aprenden a disfrutar del placer de jugar con esta espléndida maquinaria, pero a su vez le roban su grandeza en tanto dejan de concebirla como una misión. Liberándose a sí mismos de las tareas del mundo, el mundo se venga mostrando a cada momento la locura de estas incompletas, pedantescas, inútiles, fantasmales criaturas. El erudito sentirá que la más rica novela —la más noble ficción que nunca fue ideada—, el corazón y el alma de la belleza, se encierran en el alma humana. En sí misma de un valor insuperable, también es el más rico material para sus creaciones. ¿Cómo conocerá sus secretos de ternura, de terror, de voluntad y de destino? ¿Cómo logrará captar y retener la corriente de elevada música que hace sonar? Sus leyes están escondidas bajo los detalles de la acción cotidiana. Toda acción es un experimento para ella. El erudito debe arrostrar su parte en la carga común. Debe trabajar con los hombres en las casas, y no con sus nombres en los libros. Sus necesidades, apetitos, talentos, afectos, logros son llaves que le abren el hermoso museo de la vida humana. ¿Por qué debería leer ésta en un cuento árabe en vez de conocerla con los latidos de su propio pecho, dulce y vivaz? Lejos del amor y el odio, lejos de las ganancias y las deudas, de los préstamos y las pérdidas; lejos de la enfermedad y el dolor; lejos del galanteo y la adoración; lejos del viaje, del voto, de la vigilancia y el afecto; lejos del infortunio y el desprecio tiene lugar nuestra instrucción a la luz de las serenas y hermosas leyes. No pongamos reparo a su lección; aprendámosla de memoria. Permitámosle intentar resolver exacta, valiente y alegremente el problema de esta vida que se sitúa ante ella. Y esto mediante la acción concreta, y no con promesas o sueños. Creyendo, como en Dios, en la presencia y el favor de las más grandes influencias, hagamos que merezca este favor y aprendamos a recibirlo y usarlo, manteniendo asimismo la fidelidad a las más pequeñas cosas.

         Esta lección se muestra con particular fuerza en la vida del más grande personaje de esta época y proporciona la explicación de su éxito. Napoleón representa en verdad una gran revolución del reciente pasado que nosotros en este país, si Dios quiere, llevaremos a su última realización. No me parece el pasaje menos instructivo de la historia moderna una característica mostrada a los ingleses por Napoleón cuando aquéllos lo hicieron prisionero. Al subir a bordo del Belerofonte, unos soldados ingleses le rindieron en cubierta el saludo militar. Observó Napoleón que su forma de manejar las armas en aquel ejercicio era diferente de la forma francesa y, desechando las armas de quienes tenía más cerca, subió hasta acercarse a un soldado, tomó su arma e hizo los movimientos al modo francés. Los hombres y oficiales ingleses miraban aquello con asombro y preguntaban si era habitual semejante familiaridad con el Emperador.

         En este  ejemplo, como siempre, este hombre, con los defectos y vicios que se quiera, representaba la actuación en lugar de la presunción. El feudalismo y el orientalismo han pensado la majestad en términos de inactividad; la moderna majestad consiste en la acción. Él pertenecía a una clase, cada vez más frecuente en el mundo, para la cual lo que el hombre puede hacer es su mayor adorno y la prueba inexcusable de su dignidad. Él no creía en la suerte; tenía fe, como a través de una visión, en la aplicación de los medios a los fines. Medios para fines, ése es el motto de todo su comportamiento. Creía que los grandes capitanes de la antigüedad llevaron a cabo sus tareas sólo mediante correctas combinaciones y comparando adecuadamente la relación entre medios y consecuencias, esfuerzos y obstáculos. Lo que el vulgo denomina buena fortuna viene realmente producido por los cálculos del genio. Pero Napoleón, fiel a los actos, tiene también este mérito crucial; que, creyendo en el valor de lo práctico, y sin olvidar la prudencia, creía también en la libertad y en el poder incalculable del alma. Hombre de infinita cautela, nunca olvidó el menor detalle en la preparación de las cosas, en la paciente adecuación; y no obstante tenía una confianza sublime, además de en sí mismo, en el ímpetu del valor y en aquella fe en su destino que, en el momento adecuado, reparaba todas las pérdidas y abatía la caballería, la infantería, el rey y el káiser como con irresistibles rayos. Así como se dice que la rama del árbol reproduce los rasgos de la hoja, y todo el árbol los rasgos de la rama, es curioso destacar que el ejército de Bonaparte participaba de esta doble fuerza de su capitán; pues si bien actuaba estrictamente en todos sus compromisos y se esperaba todo del valor y la disciplina de cada pelotón, en los flancos y en el centro, todavía guardaba su confianza última en los prodigiosos cambios de la fortuna que su Guardia Imperial de reserva era capaz de obrar si en todo lo demás se había fracasado. En esto fue sublime. Ya no calculaba las posibilidades del cañón. Confiaba al máximo en la táctica, pero cuando toda táctica había llegado a su final, entonces abría las filas y ordenaba la poderosa intervención de los soldados mejor dotados.

         El erudito debe valorar esta combinación de dones que, aplicados a un mejor propósito, conforman la verdadera sabiduría. Él es un revelador de las cosas, pero primero debe aprender de las cosas. No puede, demasiado impaciente por lograr alguna recompensa honorífica, omitir el trabajo que debe hacerse. Ha de saber que, así como el éxito del mercado está en la recompensa, el verdadero éxito está en la acción; y que sólo en la obediencia íntima a su espíritu podrá conocer el secreto del mundo y adquirir la habilidad verdadera para darlo a conocer; en la investigación asidua, día tras día, año tras año, para saber cómo funcionan las cosas; en el uso de todos los medios y en la reverencia al humilde comercio y a las humildes necesidades de la vida, con el fin de escuchar lo que ellas dicen; de esa manera, por mutua reacción de pensamiento y vida, podrá fortalecer el pensamiento y dar sabiduría a su vida, lejos del parloteo de las opiniones de moda. ¿No es así como, gracias a esta disciplina, se vence la usurpación de los sentidos y se someten las facultades inferiores del hombres; como a través de ella, cual un canal que se ha desatorado, el alma fluye ahora fácil y alegremente?

         El buen erudito no rehusará uncirse al yugo en su juventud; conocer, si puede, los más remotos secretos de la fatiga y el sufrimiento; familiarizar sus manos con la tierra que lo alimenta y con el sudor que precede al confort y el lujo. Que pague su diezmo y sirva al mundo como un hombre bueno y verdadero, sin olvidar nunca adorar a las divinidades inmortales que susurran al poeta y le hacen revelador de melodías que atraviesan el oído del tiempo eterno. Si conserva esta diosa dúplice —la disciplina y la inspiración—, entonces está sano; entonces es un todo, y no un fragmento, y la perfección de su talento se manifestará en sus composiciones. De hecho, este doble mérito caracteriza las producciones de los grandes maestros. El hombre de genio debiera ocupar el espacio entero que media entre Dios, o puro espíritu, y la multitud de hombre ineducados. Debe partir por un lado de la Razón infinita; de otro, debe penetrar en la inteligencia y el corazón de la multitud. Por una parte debe emplear su fuerza;  por otra, darle una finalidad. La primera lo unce a lo real; la segunda, a lo aparente. En un polo es Razón; en el otro, Sentido Común. Si es deficiente en un extremo de la escala, su filosofía parecerá pedestre y utilitaria; en caso contrario, aparecerá como demasiado vaga e indefinida para própositos vitales.

         El investigador, como ya hemos señalado con insistencia, es grande sólo en la medida en que es receptivo a los altos dictados del espíritu. Que su fe, pues, dicte todas sus acciones. Menudearán las trampas y los sobornos para que tome el camino equivocado; que sea leal, no obstante. Su éxito conlleva peligros. Hay algo molesto y ofensivo en su posición. Aquellos a quienes sus pensamientos han entretenido o elevado lo solicitan aun antes de haber comprendido las duras condiciones del pensamiento. Pretenden que enfoque su  linterna hacia los oscuros acertijos cuya solución piensan que está inscrita en los muros de su ser. Y descubren que es un hombre pobre e ignorante, con un vestido desgastado de blancas costuras, como ellos mismos, en absoluto emitiendo una corriente continua de luz, sino un fogonazo de pensamiento luminoso aquí y allá seguido por la total oscuridad; descubren asimismo que no puede hacer de su iluminación discontinua un candil portátil que llevar consigo donde se quiera y explicar ahora esta oscura incógnita, después aquélla. Aparece la tristeza. El erudito lamenta haber defraudado la esperanza de la ingenua juventud y los jóvenes pierden una estrella de su llameante firmamento. De aquí le viene al erudito la tentación de mistificar, de escuchar la pregunta, de mostrar interés por ella, de dar una respuesta hecha de palabras a falta de un oráculo sobre las cosas. Contra todo ello debe ser frío y veraz, y esperar con paciencia, sabiendo que la verdad también puede hacer del silencio algo elocuente y memorable. Debe hacer de la verdad su criterio de actuación. Ha de abrir su pecho a toda investigación sincera y ser un artista por encima de los trucos del arte. Muestra francamente, como lo haría un santo, tu experiencia, métodos, herramientas y medios. Da la bienvenida a todos los que quieran hacer de ellos un uso libérrimo. Y al margen de esta franqueza y benevolencia, aprende los más altos secretos de tu naturaleza, aquellos que  los dioses te dispensan y ayudan a comunicar.

         El erudito comprobará cuán grandes beneficios confortan su ánimo si, pertrechado de una gran confianza, es capaz de controlarse a sí mismo, lejos de lo que parecían horas de obstrucción y pérdida. No ha de afligirse en exceso a cuenta de colegas incapaces. Al ver cuánto pensamiento ha sido capaz de producir bajo el desagradable antagonismo de aquellas personas que lo disgustan y contradicen, podría fácilmente llegar a pensar que en una sociedad organizada a la perfección no sería posible el pensamiento, la actividad o el recuerdo.  Aprenderá que no importa demasiado lo que lee o lo que hace. Que sea un erudito y obtendrá la parte que le corresponde del todo. Así como el mercader se preocupa poco en su despacho de si el cargamento es de sosa o de cueros, si la transacción es mediante una letra de crédito o una transferencia, pues sea lo que sea cobra igualmente su comisión; así tú debes aprender tu lección al margen del momento y del objeto, sea una actividad concentrada o difusa, incluso leyendo un libro tedioso o quitándote de encima una tarea de carácter mecánico que te impongan tus necesidades o las necesidades de otros.

 

         Caballeros, me he atrevido a ofreceros estas consideraciones sobre el lugar y la esperanza del erudito porque pienso que, encontrándoos muchos de vosotros en los umbrales de este College, tensos y listos para asumir las tareas, públicas y privadas, en vuestro país, no os molestará ser aconsejados sobre estos deberes primarios del intelecto, de los cuales poco oiréis hablar en labios de vuestros nuevos compañeros. Escucharéis cada día las máximas de una prudencia pedestre. Os dirán que el primer deber es conseguir tierra y dinero, un lugar y un nombre. “¿Cuál es esa Verdad que buscas? ¿En qué consiste esa Belleza?”, preguntan los hombres, en son de chanza. Si, no obstante, Dios ha llamado a alguno de vosotros para explorar la verdad y la belleza, sed entonces valerosos, sed firmes, sed constantes. En el momento en que digáis: “Como ante hicieron otros, así hago yo ahora: renuncio, me avergüenzo de mis primeras visiones; debo consumir los bienes de la tierra y dejar el aprendizaje y las esperanzas románticas para un momento más apropiado”, entonces está muriendo el hombre en vosotros; una vez más se malogran los brotes del arte, y la poesía, y la ciencia, como antes murieron en millares y millares de hombres. El momento de esta elección es el momento clave de vuestra vida; y tened presente que sólo mediante el intelecto os podréis aprehender bien a vosotros mismos. Has de  ceder a la persuasión que fluye hacia ti desde cualquier objeto natural, ser su lengua para el corazón del hombre y mostrar al mundo embrutecido cuán excelente es la sabiduría. Sabiendo que el vicio de los tiempos y el país es una afectación excesiva, buscar la umbría, y encontrar la sabiduría en el abandono. Estar satisfecho con una luz minúscula, cuando sea propia. Explorar y explorar. No apocarse ni engreírse por tu situación de perpetuo investigar. Ni dogmatizar ni aceptar el dogmatismo de otro. ¿Por qué deberías renunciar a tu derecho a atravesar los desiertos de la verdad iluminados por las estrellas a cambio de las comodidades prematuras de un terreno, una casa, un granero? También la verdad tiene su cobijo, su lecho, su sustento. Hazte a ti mismo necesario para el mundo, y la humanidad te dará el pan; y, si no te da mucho, tampoco te quitará la parte de propiedad que te corresponde de las posesiones humanas, en todos sus sentimientos, en el arte, en la naturaleza y la esperanza.

         No temas que yo pueda imponerte un ascetismo demasiado austero. ¿No te preguntas qué utilidad puede tener una erudición que sistemáticamente se retrae? ¿O acaso es mejor alguien que oculta sus conclusiones o esconde sus pensamientos ante el mundo que espera? ¡Que oculta sus pensamientos! Intenta tú ocultar el sol y la luna. El pensamiento es todo luz, y se da a conocer a sí mismo al universo entero. Hablará de todas maneras, aunque tú fueras mudo, mediante su propio órgano milagroso. Se difundirá a partir de tus acciones, tus costumbres y tu rostro. Te granjeará amigos. Te dirigirá hacia la verdad por el amor y las esperanzas de espíritus generosos. En virtud de las leyes de la Naturaleza, que es una y perfecta, recompensará cada bien sincero que albergue el alma del erudito, amado de la tierra y el cielo.


[1] N. del T.— William Pitt (Londres, 1708 — Hayes, Kent, 1778). Hombre de Estado que contribuyó a la creación del Imperio Británico.

[2] N. del T.— John Hampden (Londres, 1594— Thame, Oxfordshire 1643). Parlamentario inglés que se opuso al rey Carlos I.

[3] N. del T.— Emerson se refiere seguramente a Pierre Terrail, señor de Bayard,  (h. 1473- 1524), caballero francés conocido en el campo de batalla por su porte y hazañas.

[4] N. del T.—  Alfred, conocido como “el Grande”  (849— 899). Moncarca sajón, rey de Wessex entre los años 871 y 899. Protegió las costas de Inglaterra del peligro de las invasiones danesas.